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4. MALAWI

Abandonados a su mala suerte

La economía de Malawi es frágil y muy dependiente de la ayuda internacional. Más del 85% de sus 16 millones de habitantes vive en zonas rurales y depende únicamente de una rudimentaria agricultura de subsistencia a merced de sequías e inundaciones que sumen al país en agudos periodos de hambruna. La malnutrición y el sida, que afecta a más de un millón de personas, hacen que la esperanza de vida no supere los 55 años.

El sistema policial, judicial y penitenciario no pueden sustraerse a la situación general. Aunque el país tiene una judicatura independiente y un pequeño cuerpo de abogados bien formados, cuenta con poquísimos recursos materiales y humanos. Con menos de 20 defensores públicos para todo el país, la administración de la justicia se ralentiza hasta niveles insoportables y el tiempo de espera en prisión se alarga en ocasiones hasta los quince años. En estas condiciones de pobreza es casi imposible plantear mejoras o modificaciones en el Código Penal. No hay dinero ni suficiente personal formado con capacidad para llevarlas a cabo.

Las cárceles carecen de los fondos mínimos para mantener sus propias instalaciones y a la población reclusa. En el año 2016, el servicio penitenciario recibió tan solo 2.500 dólares para alimentar a 14.000 presos en sus 28 cárceles. No hay uniformes de prisión, ni mantas con las que cubrirse, ni jabón. La dieta consiste en harina de maíz y frijoles con agua, una vez al día. Los internos son, en su mayoría, personas sin recursos, sin formación, muchas veces con discapacidades mentales, daños cerebrales propios de los enfermos de malaria y con una tasa muy superior a la media de tuberculosis, sarna y sida. El estado psíquico tampoco ayuda. Hay una importante presencia de víctimas de abusos sexuales o de violencia carcelaria. Y una desconfianza general en la posibilidad de tener un juicio rápido y con las garantías y medios suficientes para que se le pueda considerar justo. No es infrecuente que los reclusos no puedan comparecer ante los tribunales por falta de gasolina en los escasos vehículos celulares o que los testigos de la defensa no tengan medios para presentarse en las vistas. La depresión, el hacinamiento, el ambiente insalubre y la grave desnutrición se traducen en una tasa de mortalidad anormalmente alta.

La pena de muerte en Malawi es herencia del colonialismo británico. En 1930, Gran Bretaña impuso un Código Penal sobre Malawi y otras colonias británicas, según el cual, los jueces estaban obligados a condenar a muerte a los culpables de asesinato o traición, sin oportunidad de considerar las circunstancias del delito o las características del delincuente. Esta condición imperativa de la pena de muerte (la pena capital como única pena posible para ciertos delitos) se mantuvo intacta después de marcharse los británicos en 1964, tanto en la dictadura de Hastings Banda, que duró hasta 1994, como con la llegada de la democracia tras la elección de Bakili Muluzi. A pesar de estas transformaciones políticas, los redactores de la nueva constitución votaron abrumadoramente para mantener vigente la pena de muerte. La obligatoriedad de la pena capital para los delitos de asesinato y traición tampoco se suprimió, a pesar de haberse introducido nuevos artículos para asegurar la separación de poderes y proteger los derechos individuales como el derecho a la vida y a no ser sometido a torturas ni a tratos crueles, inhumanos o degradantes.

Al asumir el cargo en 1994, Muluzi conmutó todas las condenas de muerte por cadena perpetua. En 1997 y en 2004, el presidente volvió a perdonar a los condenados. Más adelante, Mutharika, que ostentó el poder desde mayo de 2004 hasta abril de 2012, aunque no conmutó condenas de muerte, se negó a firmar órdenes de ejecución. Por tanto, aunque los tribunales siguen dictando condenas de muerte, ninguna persona ha sido ejecutada en Malawi desde 1992, por lo que el país es considerado abolicionista de facto.

En 2007, gracias a la ayuda internacional, una sentencia del Tribunal Supremo obligó a que a partir de ese momento se consideraran las circunstancias atenuantes o eximentes en los casos de homicidio, asesinato y traición y a que se repitieran los juicios de los condenados a muerte anteriormente teniendo en cuenta estos atenuantes.

4.1. El Proyecto Kafantayeni

Terminar con La obligatoriedad de imponer la pena máxima en los casos de homicidio ha sido posible gracias a la iniciativa de expertos penalistas internacionales y a la colaboración de la Comisión de Derechos Humanos de Malawi y del propio sistema judicial y penal

Sandra Babcock, 2010.

Sandra Babcock es una abogada estadounidense, doctora en Derecho por la Universidad de Harvard, profesora en la Facultad de Derecho de la Universidad de Cornell, donde dirige la Clínica Jurídica de Derechos Humanos. Es también miembro de la Red Internacional de Académicos por la Abolición de la Pena de Muerte.

En 2007, como reacción a las informaciones que le llegaban de la terrible sobresaturación de las cárceles de Malawi, comenzó a viajar al país africano para ayudar en la defensa de casos de personas encarceladas con cargos de homicidio que todavía no habían sido juzgadas. Tenía ya más de quince años de experiencia representando a hombres y a mujeres que se enfrentaban a la pena capital en los Estados Unidos. Desde el año 2000 había sido la directora de un programa del gobierno mexicano de asistencia jurídica a sus compatriotas condenados a muerte en Estados Unidos. Había defendido a más de 50 personas, muchas veces de manera altruista, e incluso se había visto obligada a asistir a la ejecución de tres de sus defendidos. “El dolor se acumula. Después de la tercera tuve que pedir una baja”.

En 2007, como reacción a las informaciones que le llegaban de la terrible sobresaturación de las cárceles de Malawi, comenzó a viajar al país africano para ayudar en la defensa de casos de personas encarceladas con cargos de homicidio que todavía no habían sido juzgadas.

Poco después de su primer viaje, el Tribunal Supremo de Malawi dictó una sentencia histórica que le abriría el camino para dirigir un proyecto que iba a cambiar el destino de muchos de los condenados a muerte en el país: El caso Kafantayeni y otros vs fiscal general. Francis Kafantayeni había sido acusado de asesinar a su ahijado de dos años en 2002. Sus abogados declararon que había actuado en un estado de enajenación mental, ya que había estado fumando hachís. Pero en agosto de 2002, el Tribunal Supremo no tuvo más remedio que condenarle a muerte sin poder considerar circunstancias atenuantes, ya que, según el Código Penal, esta era la sentencia obligada en casos de homicidio, lo que en términos legales se conoce como pena de muerte imperativa o preceptiva.

En septiembre de 2005, cuatro letrados del Colegio de Abogados del país, con la colaboración de la Comisión de Derechos Humanos de Malawi, presentaron una apelación para volver a llevar a la Corte Suprema el caso de Francis Kafantayeni, alegando que la imposición obligatoria de la pena capital, sin tener en cuenta las circunstancias del delito, violaba el artículo de la Constitución sobre el derecho a la vida y el artículo que prohibía la tortura de todo tipo, así como cualquier trato o castigo cruel, inhumano o degradante. La apelación había sido minuciosamente preparada gracias a la colaboración de un equipo de abogados de Reino Unido dirigido por los letrados Saul Lehrfreund y Parvais Jabbar, fundadores de la organización benéfica The Death Penalty Project, que ya habían participado con éxito en el desafío legal a la pena de muerte imperativa en nueve países del Caribe desde el año 2000 y en Uganda en 2005. Con el precedente y la experiencia adquirida en estos casos, los británicos decidieron enfrentarse a la justicia malauí.

Parvais Jabbar, 2011.
Saul Lehrfreund, 2011.

Saul Lehrfreund y Parvais Jabbar son los directores ejecutivos de The Death Penalty Project, que se creó en 1992 cuando Saul Lehrfreund se unió al bufete de abogados británico Simons Muirhead & Burton para trabajar específicamente en casos de pena capital. Parvais Jabbar llegó poco después. Su trabajo se centra en proporcionar representación legal y asistencia gratuita y efectiva a aquellas personas que se enfrentan a la pena de muerte. También en promover la restricción de esta condena, provocar una mayor concienciación en el ambiente académico y un mayor diálogo con los países retencionistas. Su web se abre con una clara declaración: “Estamos dispuestos a trabajar gratuitamente donde quiera que se imponga la pena de muerte. Nunca rechazaremos un caso.”.

Sus acciones se han concentrado en países de la Commonwealth, principalmente en el Caribe, África y el sudeste asiático, cuyos procesos tienen derecho una última apelación al Consejo Privado de Londres, que considera la pena de muerte inconstitucional. En cada uno de ellos han trabajado en colaboración con abogados locales y han logrado no solo sacar del corredor de la muerte a cientos de personas en todo el mundo sino que también han conseguido mejorar las condiciones de los presos, cambiar legislaciones y modificar la mentalidad de jueces y políticos. En la apelación presentada con relación a la condena de Francis Kafantayeni que llevó a la supresión de la pena de muerte imperativa para casos de homicidio en Malawi, ellos fueron los encargados de asesorar jurídicamente a los abogados locales. Sabían de la importancia que podía tener ganar este caso, porque cuando una sentencia de muerte es conmutada o anulada, es menos probable que las siguientes puedan ser ejecutadas. Y lo que es más importante, cuando una ley es anulada en un país, es cada vez menos defendible en otros. Contando el caso de Malawi, son ya más de diez los países que han suprimido la pena de muerte obligatoria gracias a su ayuda.

Saul y Parvais viajaron a Malawi en varias ocasiones antes de la audiencia para coordinar el caso y ayudar a los letrados locales en la redacción de los argumentos legales. El juicio duró dos años. Finalmente, en 2007, el Tribunal Supremo dictó una sentencia que afirmaba que el carácter automático de la pena de muerte por homicidio violaba el derecho a la vida y constituía un castigo inhumano, ya que privaba a la personas de la posibilidad de que la sala tuviera en consideración posibles circunstancias atenuantes, y por tanto era inconstitucional. Establecía que a partir de ese momento, los jueces podrían reducir las penas de los condenados a muerte teniendo en cuenta las circunstancias y la salud mental de los acusados, de manera que la sentencia de muerte se convertía en la máxima pena posible, pero no en la única para delitos de asesinato. Se decretó una orden, en virtud de la cual, todos los condenados a muerte antes de 2007 tendrían derecho a presentarse ante el Tribunal Superior de Justicia para que la corte volviera a escuchar sus casos y revisara la sentencia anterior, teniendo esta vez en cuenta las circunstancias de cada delito.

Dos años más tarde, a pesar de la sentencia Kafantayeni, no habían cambiado mucho las cosas. Nadie estaba prestando atención a los más de 200 presos en el corredor de la muerte que ahora tenían derecho a un nuevo juicio. Sandra Babcock se dio cuenta de que las carencias del país hacían totalmente imposible preparar correctamente los procedimientos previos para la repetición de las audiencias. Además, los pocos abogados defensores malauís tenían muy poca experiencia en presentar evidencias atenuantes, no tenían práctica en la representación legal de los presos ante la corte y desconocían aspectos importantes, como que la salud mental o la edad en el caso de los menores podía considerarse un atenuante a la hora de condenar a alguien. A esto se sumaba que los jueces no hacían públicas las razones de sus decisiones, lo que tampoco ayudaba a los abogados a entender sus veredictos.

Se decretó una orden, en virtud de la cual, todos los condenados a muerte antes de 2007 tendrían derecho a presentarse ante el Tribunal Superior de Justicia para que la corte volviera a escuchar sus casos y revisara la sentencia anterior, teniendo esta vez en cuenta las circunstancias de cada delito.

Para poner en marcha los procesos, Sandra pensó en involucrar a sus estudiantes en prácticas que tenían conocimientos, tiempo y acceso a los recursos legales. En 2009 se puso a disposición de la Comisión de Derechos Humanos de Malawi para coordinar de manera altruista lo que se llamó el Proyecto Kafantayeni, que se creó con el objetivo de dar una segunda oportunidad a esos presos condenados a la pena capital por asesinato antes de 2007, incluyendo a aquellos sentenciados a muerte cuyas condenas habían sido conmutadas por cadenas perpetuas en las últimas amnistías presidenciales, para que, de acuerdo a lo dictado en la sentencia Kafantayeni, pudieran volver a ser juzgados teniendo esta vez en cuenta las evidencias y atenuantes en sus casos. Un segundo objetivo del proyecto era conseguir mejorar la calidad de la representación legal en el país.

Babcock sabía que para lograr una representación efectiva de los condenados, iba a necesitar involucrar a todas las partes del proceso legal malauí. Consiguió unir en un proyecto común a la Fiscalía General del Estado (Director of Public Prosecutors), al Poder Judicial, al Colegio de Abogados (Malawi Law Society), a Instituciones Penitenciarias (Malawi Prison Service), a la Asociación de Asesores Legales, (Paralegal Advisory Services Institute, PASI) y a la ong CHREAA (Centro de Educación para el Asesoramiento y Asistencia en Derechos Humanos). También a la Facultad de Derecho del Chancellor College de la Universidad de Zomba y a los servicios de psiquiatría del Hospital San Juan de Dios de Mzuzu y del Hospital Mental de Zomba.

A pesar de esta gran red de colaboradores, Sandra, consciente de la falta de personal cualificado capaz de realizar las investigaciones y redactar los expedientes necesarios para repetir los juicios con garantías, creó un programa de prácticas jurídicas para los estudiantes de Derechos Humanos de la Universidad de Cornell, que permitía que estos viajaran a Malawi para colaborar en la preparación de los casos. Varios voluntarios procedentes de la organización Reprieve se ofrecieron para trabajar de manera altruista sobre el terreno. Sandra elaboró una red perfectamente tejida. Un ejemplo de colaboración no intrusiva entre países para lograr un progreso efectivo en materia de justicia e incluso abonar el terreno para avanzar hacia la abolición de la pena capital en el país.

Sandra, consciente de la falta de personal cualificado capaz de realizar las investigaciones y redactar los expedientes necesarios para repetir los juicios con garantías, creó un programa de prácticas jurídicas para los estudiantes de Derechos Humanos de la Universidad de Cornell, que permitía que estos viajaran a Malawi para colaborar en la preparación de los casos.

El abogado australiano Emile Carreau se entrevista con el condenado Rodrich Magombo en la prisión de máxima seguridad de Zomba, con la asistencia de la estudiante de Derecho malauí Tiyamiha Mawale. 2016.

Pero hacía falta conseguir financiación para recopilar los expedientes, entrevistar a los condenados y recoger declaraciones juradas y pruebas que permitieran repetir esas audiencias con garantías. Fue Emile Carreau, un joven abogado australiano que ya había colaborado con The Death Penalty Project y que trabajaba ahora como voluntario para el Kafantayeni, el que sugirió a Sandra contactar con la Fundación Tilitonse, una plataforma de donantes que da ayudas a proyectos liderados por la población civil y que, finalmente, les ofreció la financiación que necesitaban.

Sandra comenzó a viajar a Malawi con sus estudiantes dos veces al año. Emile y los voluntarios de Reprieve se instalaron en las oficinas de la Comisión de Derechos Humanos de Malawi en Lilongüe, para trabajar a tiempo completo sobre el terreno y afianzar la red de partes interesadas que conformaban el proyecto. El primer paso fue identificar a todas las personas condenadas a muerte antes de 2007 que podían beneficiarse de la sentencia Kafantayeni, e irles entrevistando en la prisión de Zomba, intentando recopilar la máxima información posible, porque inicialmente no conocían sus casos y no tenían localizados ninguno de los archivos de sus causas.

El primer paso fue identificar a todas las personas condenadas a muerte antes de 2007 que podían beneficiarse de la sentencia Kafantayeni (...) porque inicialmente no conocían sus casos y no tenían localizados ninguno de los archivos de sus causas.

Zhora Blok y Katie Campbell, voluntarias de la organización Reprieve se reúnen con Sandra Babcock, con su profesora ayudante Madalyn Wasilczuk y con Laurel Hopkins, Thalia Gerzso y Harpreet Ahuja, tres estudiantes de Derecho de la Universidad de Cornell, que realizan sus prácticas jurídicas en el Proyecto Kafantayeni. Lilongüe, 2016.

“En noviembre de 2009 empezamos a entrevistar a todo el mundo”, cuenta Sandra. “Volví en la primavera de 2010 y entonces fue cuando entrevistamos a casi 170 personas en una semana, porque incluimos también a aquellos que habían sido condenados a muerte antes de 2007 cuya sentencia había sido conmutada por cadena perpetua. Tuvimos que hacerlo en una semana por que la Comisión de Prisiones en ese momento nos dijo que esa iba a ser nuestra única oportunidad de hablar con los presos, y que nunca nos permitirían volver a entrar en el corredor de la muerte, ni volver a entrevistar a ninguno de los condenados. Nos daban una única oportunidad, una única semana para entrevistar a todo el mundo en la prisión de alta seguridad de la ciudad de Zomba. Así que llegamos a la prisión y teníamos una cola de presos en línea delante de cada uno de nosotros. Entrevistamos a cada uno de ellos durante aproximadamente 20 minutos, quizá media hora. Uno tras otro, sin descanso. Fue absolutamente extenuante, pero finalmente pudimos entrevistarles a todos y elaborar una memoria con todas esas entrevistas. ¡Todavía tenemos esas memorias en las que pudimos identificar por primera vez a los presos, ver quiénes eran y por qué estaban ahí!”.

Con la memoria terminada, Babcock se dio cuenta que tenía que intentar encontrar los expedientes perdidos de estos reos. Emile Carreau se puso manos a la obra. Recorrió durante nueve meses los juzgados y prisiones de todo el país intentando recopilar los expedientes. Tuvo que revisar pilas de legajos que se acumulaban por los suelos, incluso se encontró con archivos amontonados en las letrinas de algunos juzgados. Otras veces le tocó escarbar entre los papeles en armarios infestados de cucarachas y de ratas. Llegó a ver a un grupo de funcionarios calentando la comida en un fuego improvisado con los documentos que tenían a mano. No fue fácil. Los expedientes civiles y penales estaban mezclados sin ningún orden. Emile iba comparando con su lista los nombres de los condenados. Encontró 86 expedientes.

“¡Fue heroico! –cuenta Sandra– y lo increíble fue que todo el trabajo lo hizo de manera altruista, pagando sus gastos y consiguiendo además crear una magnífica relación con todas las fuerzas vivas del país. Hizo que todo el mundo se pusiera a trabajar, comprándoles cervezas o jugando partidos de fútbol con ellos. Este proyecto no podría haber salido adelante sin él”.

Finalmente pudimos entrevistarles a todos y elaborar una memoria con todas esas entrevistas. ¡Todavía tenemos esas memorias en las que pudimos identificar por primera vez a los presos, ver quiénes eran y por qué estaban ahí!”.

Pero aún faltaban más de 80 expedientes. De estos casos solo conocían lo que la escueta ficha en la prisión indicaba: el nombre del condenado, su edad aproximada y la fecha y lugar de la sentencia. A partir de ahí, los voluntarios de Reprieve y los estudiantes de Cornell, con la ayuda de los asesores legales (personas con amplios conocimientos de derecho aunque sin titulación de abogado), comenzaron las investigaciones para elaborar los argumentos necesarios para la defensa. Los asesores legales juegan un papel fundamental en el proyecto, porque son los que logran que haya comunicación, cooperación y coordinación entre el proyecto y las cárceles, los tribunales, los condenados y las comunidades en las que estos se reinsertan. Son los que conocen las costumbres, las creencias y las necesidades de la población. También son el nexo entre los extranjeros y los locales. Y los únicos capaces de guiar a los voluntarios por el dédalo de caminos polvorientos y sin señalizar que llevan hasta las aldeas, por que en Malawi solo están asfaltadas las carreteras principales y cuando empiezan las lluvias, la conducción se complica aún más. También ayudan a los detenidos a entender todo el proceso por el que van a pasar y explican a los abogados y estudiantes extranjeros las causas de lo que sucede. Son, en palabras de su director en la ciudad de Lilongüe, Alfred Munika, ‘el lubricante’ del sistema judicial. Gracias a ellos puede funcionar la rueda de la justicia.

El primer paso fue entrevistar a los presos indocumentados una segunda vez y a partir de ahí visitar las aldeas para entrevistar a los familiares, a los posibles testigos, a los jefes tradicionales y a veces a la familia de las víctimas para conseguir recopilar todos los datos posibles sobre las circunstancias del crimen y los posibles atenuantes en cada caso. Se llegó a la conclusión de que algunos de los acusados eran inocentes de los crímenes por los que habían sido condenados. Otros eran menores en el momento del crimen. Varios casos mostraban evidencias de que los condenados eran discapacitados intelectuales, estaban mentalmente enfermos o padecían una lesión cerebral traumática tras sufrir malaria u otras enfermedades. A menudo las circunstancias de los crímenes cobraban un nuevo sentido al descubrirse que eran el resultado de una provocación anterior, como el caso de un joven que fue condenado por matar a su padrastro, cosa que hizo después de que este hubiera golpeado a su madre casi hasta la muerte.

Los asesores legales juegan un papel fundamental en el proyecto, porque son los que logran que haya comunicación, cooperación y coordinación entre el proyecto y las cárceles, los tribunales, los condenados y las comunidades en las que estos se reinsertan.

Katie Campbell, abogada voluntaria de Reprieve, y Joel, un estudiante de Derecho de Zomba se entrevistan con Daniel Teputepu, condenado a muerte en el año 2001, para preparar su defensa. Prisión de Zomba, 2016.

Con toda la información recogida, se redactaron declaraciones juradas, se recopilaron informes médicos, certificados de estudios o de buen comportamiento en prisión. Todo lo que pudiera ser aportado como prueba en el juicio. No fue fácil. Solo intentar averiguar la edad del condenado, si se sospechaba que pudiera haber sido menor de edad en el momento de cometer el delito, era ya una odisea. Malawi no tiene un Registro Nacional de Nacimientos y mucha gente no sabe cuándo nació. Se intenta deducir con preguntas a sus familiares del tipo ¿Quién era el presidente del país cuando él nació? ¿Iba a la escuela cuando sucedieron los hechos? No se puede probar la edad al 100%, pero sí se pueden buscar argumentos que lo sugieran.

“Vimos muchos casos de presos que eran menores en el momento de cometer su crimen; es decir, que bajo la Constitución de Malawi y bajo la ley internacional, nunca debieron estar condenados a muerte”, comenta Sandra. “Pero por el retraso y acumulación de causas, siempre transcurren al menos cinco o seis años hasta que tiene lugar el juicio. Es decir, que para entonces son adultos y nadie se pone a calcular si eran menores o no cuando se cometió el delito. Y el preso en cuestión tampoco sabe la importancia de investigar cuál es su edad real y el efecto que esto tendría para su sentencia. Entonces pierden la oportunidad y muchas personas acaban siendo condenados a muerte por que nadie se ha dado cuenta de su condición de menores”.

Los resultados del Proyecto Kafantayeni han superado las expectativas de todas las partes implicadas. Sandra nunca pensó que conseguirían un éxito de las proporciones logradas.

Finalmente, se habla con los funcionarios de prisiones. La cárcel de Zomba, la única cárcel de máxima seguridad del país, es en la que se encierra a los condenados a muerte. Su director en 2016, el alcaide Manwell, es extremadamente amable y cooperador. Todos los funcionarios conocen el Proyecto Kafantayeni e informan de la conducta en prisión de los condenados o de si asisten a clases y de cosas por el estilo. También pueden sugerir la presencia de problemas mentales en algunos de ellos. En esos casos el proyecto contacta con los psicólogos del hospital San Juan de Dios en Mzuzu o con el servicio de salud mental del hospital de Zomba. Para los casos más graves o complicados, Babcock desplazó a Malawi a George Woods y a Richard Dudley, psiquiatras estadounidenses expertos en análisis de salud mental en centros penitenciarios. También a la psiquiatra sudafricana Colleen Adnams.

Toda la información recogida conforma el expediente que el abogado presentará ante la corte, y que él jamás habría tenido tiempo de preparar sin la ayuda del equipo de voluntarios y asesores.

Los resultados del Proyecto Kafantayeni han superado las expectativas de todas las partes implicadas. Sandra nunca pensó que conseguirían un éxito de las proporciones logradas. Las primeras audiencias comenzaron en febrero de 2015 y en mayo de 2018, un año después de finalizar el proyecto, de los 168 presos que podían acogerse a la sentencia de Kafantayeni, 154 habían superado todo el proceso de la repetición de sus audiencias con los siguientes resultados: 126 habían sido puestos en libertad, bien tras terminar de cumplir su nueva pena o bien de inmediato al conmutarse su condena por un período de reclusión ya cumplido, a veces con creces. Otros 27 estaban terminado de cumplir sus nuevas penas. Solo uno de ellos fue condenado a cadena perpetua.

De los catorce restantes, lamentablemente dos murieron antes del juicio o de salir su sentencia y doce estaban todavía en proceso de volver a ser juzgados. Estos casos estaban pendientes, bien porque su primer juicio fuese posterior a la sentencia Kafantayeni, aunque el delito se cometiera en una fecha anterior, o bien por dificultades procesales, como que la ley permite cambiar la pena pero no permite cambiar el sentido de la sentencia anterior. Así, si se descubre que el acusado es inocente, paradójicamente el caso entra en un limbo legal difícil de resolver.

Sandra Babcock se reúne en la sede de los asesores legales (PASI) para organizar los viajes de control de las reinserciones en las comunidades a las que han regresado presos recientemente liberados. Lilongüe, 2016.

El proyecto ha necesitado de la implicación de todo el sistema judicial. Se han impartido seminarios de formación y se ha publicado una guía de buenas prácticas para mostrar a abogados y a asesores legales cómo buscar atenuantes o cómo redactar las declaraciones juradas.

Alfred Munika
Jefe del servicio de asesores legales (PASI) en Lilongüe.
Los asesores legales desempeñan un papel esencial en la preparación de los expedientes para presentar los atenuantes de cada caso y en el control de las reinserciones de los presos en sus aldeas. Alfred es, además, jefe del grupo de aldeas del que procede. Su participación en las entrevistas a los líderes tradicionales ha sido fundamental.
Honorable Secretario Adjunto Simeon Mdeza
Secretario Adjunto del Registro Penal del Tribunal Superior de Malawi.
La colaboración de la Judicatura ha sido importantísima en la presentación de expedientes, programación de audiencias y buen progreso del proyecto.
Gift Nankhuni
Abogado ‘pro bono’ y representante del colegio de abogados de Malawi.
El éxito del proyecto se debe, en gran medida, a la asistencia jurídica gratuita ejercida por estos abogados.
Mayor M. Nzima Manwell
Oficial jefe en la Prisión Central de Alta Seguridad de Zomba.
Máxima autoridad en la cárcel de Zomba. Ha facilitado desde el primer momento el trabajo de los implicados en el Proyecto Kafantayeni en la prisión.
Maxwell Chidothi
Miembro del servicio de asesores legales (PASI) en Zomba.
Maxwell es uno de los asesores legales más experimentados. Irremplazable en las entrevistas a los convictos en la Prisión Central de Zomba y en las aldeas del sur.
Dzikodianthu Malunda
Miembro de la oficina del Fiscal superior del estado.
Dziko ha jugado un papel esencial en facilitar la relación entre el Ministerio Fiscal y las otras partes interesadas en los procesos. También ha sido uno de los interlocutores del proyecto dentro de la Fiscalía.
Allan Chintedza

Director de programas de la Fundación Tilitonse (todos vamos a jugar nuestro papel).
La plataforma de donantes que ayuda a proyectos liderados por la población civil y que ha financiado el Proyecto Kafantayeni.
Boxten Kudziwe
Asesor legal de CHREAA.
El Centro de Educación, Asesoramiento y Asistencia en Derechos Humanos, es una ONG dedicada a la promoción y protección de los derechos humanos en Malawi cuyos miembros trabajan de asesores legales.
Chimwemwe Chithope–Mwale
Abogado de oficio.
Dirige la Oficina de Asistencia Legal en Mzuzu, al norte del país.
Margaret Munthali
Miembro de la oficina del fiscal superior del estado.
Su responsabilidad es llevar ante el tribunal a todos los previamente condenados a la pena de muerte obligatoria para que, en un nuevo juicio, se les imponga una nueva sentencia.
Peter Chisi
Director de Derechos Civiles y Políticos en la Comisión de Derechos Humanos de Malawi.
El organismo gubernamental, aunque independiente, que ha dirigido el Proyecto Kafantayeni.
Sargento Andrew Dzinyemba
Oficial de prisiones encargado del Registro en la Prisión Central de Alta seguridad de Zomba.
Los oficiales han prestado su ayuda en todo momento al proyecto. No hubiera sido posible sin su asistencia, apoyo y excelentes sugerencias.
Rodrick Zalimba
Director de la hermandad de presos de Malawi.
Gestiona la Halfway House que, a falta de iniciativas oficiales, proporciona apoyo psicológico, financiero, de formación y emocional a los exconvictos más necesitados.
Nixon Ngwira
Miembro del servicio de asesores legales (PASI) en MZUZU.
Cubre la zona norte del país, recogiendo información en las aldeas del norte de donde proceden algunos de los condenados a muerte.

4.2. La reinserción

El proceso termina con la vuelta a la vida laboral y social de los liberados. La acogida por parte de los líderes locales y de la ciudadanía constituye un éxito que quiebra el mito de que la comunidad nunca admitiría el fin de la pena capital ni el retorno de un excondenado a muerte

Fosa, la aldea en el distrito de Dedza de la que procede el exconvicto Mtilosera Pindani. 2016.

Los voluntarios de Reprieve están presentes en la sala durante los juicios. Cada vez que el juez pone en libertad a un convicto, vuelven con ellos a prisión, les ayudan a formalizar los papeles para su salida y, normalmente, les sacan ese mismo día de la cárcel, porque nadie quiere pasar un minuto más de lo necesario en las instalaciones penitenciarias. Con la ayuda de los asesores legales, después de comprarles algo de ropa de calle y de invitarles a comer, les llevan a un hotel. Solo en algunos casos, la familia acude al juicio y son ellos los que se hacen cargo del pariente liberado.

Al día siguiente les llevan a su pueblo y se aseguran de que quedan correctamente instalados. También se les da algo de dinero. En unos días los asesores legales llamarán a la aldea para asegurarse de que todo va bien.

El Proyecto Kafantayeni finalizó en 2017, pero está en marcha la segunda parte del proyecto, también diseñado por Sandra Babcock y su equipo, esta vez con financiación de Naciones Unidas, y coordinado una vez más por la Comisión de Derechos Humanos de Malawi: el llamado Control de las reinserciones. Un seguimiento a los exconvictos en sus comunidades para comprobar que su reinserción es aceptable y que consiguen salir adelante.

Los asesores legales llevan a los estudiantes de la Universidad de Cornell a las distintas aldeas a las que han regresado los condenados a muerte liberados para realizar los controles de la calidad de su reinserción.
La asesora legal de PASI, Nellie Nthakomwa, se dirige a los habitantes de la aldea de Chimkuyu para explicarles que el motivo de su visita es verificar el bienestar del recluso liberado y de su familia y asegurar su correcta reinserción en la comunidad.

En la mayoría de los casos, los asistentes jurídicos improvisan una reunión de sensibilización con la comunidad para explicarles que han regresado a la aldea para verificar el bienestar del recluso liberado y de su familia y ver si se integra correctamente en la comunidad.

Los estudiantes de la Universidad de Cornell, acompañados por los asesores legales, viajan a las aldeas donde los presos liberados se han reasentado. El equipo de Babcock ha elaborado unos cuestionarios que los estudiantes usan como guía. Estas entrevistas tienen varios objetivos, entre ellos recopilar información sobre el impacto de la liberación del prisionero en su comunidad y en su familia e identificar si existen conflictos entre el preso y los familiares del fallecido. Otro de los objetivos del programa es identificar y localizar a los expresos que estén sufriendo más o que necesiten más apoyo. Para estos existe un programa de formación que gestiona la Hermandad de Prisiones de Malawi: The Halfway House. Se trata de un centro que acepta a un número limitado de ex-presos para enseñarles habilidades que les permitan ganarse la vida después de un largo cautiverio. Cuando terminan su formación, les proporcionan herramientas y algún dinero para que puedan arrancar sus negocios.

Después de varias horas conduciendo por caminos polvorientos, sin indicaciones ni señales de ningún tipo, el equipo llega a la aldea. Aquí la pobreza del país se hace patente. Katie Campbell y Zorah Block, las voluntarias de la organización Reprieve que han coordinado todo el trabajo hecho en los últimos dos años del proyecto con la supervisión de Sandra, dicen que se puede medir el nivel de pobreza de cada aldea según lo que te ofrezcan para sentarte a tu llegada. Los más boyantes te colocan en una silla de madera, por debajo están los que te acomodan en una de plástico, después los que tienden una estera, y por último los que te sacan una piedra o nada.

El primer paso es ponerse en contacto con los jefes de las aldeas e informarles del propósito de la visita. En la mayoría de los casos, los asistentes jurídicos improvisan una reunión de sensibilización con la comunidad para explicarles que han regresado a la aldea para verificar el bienestar del recluso liberado y de su familia y ver si se integra correctamente en la comunidad.

Madalyn Wasilczuk, profesora ayudante de Babcock en la Universidad de Cornell, entrevista con la ayuda del asesor legal Lemekezani Chete (PASI) a Potipha Chikankheni y a Scott Bikitala, jefes de la aldea de Chimkuyu en la que se ha reinsertado Jamu Banda tras quedar libre en 2015.

Después de esta primera presentación, a la que acuden todos los miembros de la aldea, un equipo formado por un asistente legal y un estudiante o voluntario se entrevistan con los jefes. El estudiante pregunta y el asesor legal hace de traductor en los dos sentidos y también de intérprete. A veces es difícil comprender las respuestas si no se conoce la manera de pensar, la jerarquía, las creencias de los malauís. Otro equipo similar entrevista al preso liberado y a su familia.

Los jefes tradicionales tienen mucho poder y son los que en muchos casos pueden solucionar los conflictos más delicados. Por ejemplo, si la familia de la persona que falleció como resultado del crimen vive en el mismo pueblo o en uno cercano, son los jefes los que pueden mediar entre la familia del fallecido y la familia del exconvicto. La gente realmente les respeta. Si el jefe dice “Le doy la bienvenida de vuelta a esta comunidad y me aseguraré de que tenga un trozo de tierra para cultivar” eso es una garantía de que todo irá bien.

Este seguimiento a los liberados, con la participación de los líderes locales es un aspecto fundamental y novedoso de este proyecto, y fue una idea enteramente propuesta por los asesores legales malauis. “Los políticos dicen que no pueden abolir la pena de muerte –sostiene Babcock– porque los líderes tradicionales se opondrían radicalmente. Pero, basándonos en nuestros resultados, hemos visto que prácticamente todos los jefes cuando les preguntamos qué opinan de que los exconvictos vuelvan al pueblo, la respuesta en un 90% de los casos es que les esperan con los brazos abiertos. Piensan que deben volver a su comunidad”.

Si el jefe dice: “Le doy la bienvenida de vuelta a esta comunidad y me aseguraré de que tenga un trozo de tierra para cultivar”, eso es una garantía de que todo irá bien.

Estos resultados les han llevado a elaborar un estudio con los líderes tradicionales, que tanta influencia tienen, para ver si realmente su opinión sobre la pena de muerte ha cambiado en este tiempo. “Hemos encontrado al entrevistarles que son muy reflexivos, que piensan de una manera muy lógica y muchos de ellos no están a favor en absoluto la pena de muerte, algunos incluso no la han apoyado nunca. Pero aquellos que acostumbraban a estar a favor, no lo están ahora debido a la experiencia con estos presos que han vuelto a su comunidad y empiezan a verbalizar que ven que la gente puede cambiar, que hay que darles una segunda oportunidad”. “En algunos casos se han enterado de que la persona que fue condenada a la pena de muerte no era ni siquiera culpable del crimen que se le atribuía y se dan cuenta que el sistema de justicia no es perfecto. No estoy diciendo que esta sea la opinión de todos –puntualiza Sandra– cada uno tiene sus ideas, pero los que han tenido una experiencia directa con la pena de muerte, parece que no la apoyan más y esto puede suponer un enorme paso hacia la abolición de la pena capital en Malawi”.

Davidson Chambala, jefe de la aldea de Nkhono, a la que han regresado Abraham Galeta y Zaima Makina después de pasar 19 años en prisión.
Aldea de Nkhono. Noviembre de 2016.
Abraham Galeta en la casa que se ha construido a su regreso a Nkhono. 2016.
Zaima Makina lee la Biblia en su casa de Nkhono.

Abraham Galeta y Zaima Makina

Abraham Galeta tenía 19 años cuando fue detenido acusado de la muerte de su padrastro. Era el mayor de cuatro hermanos y estaba soltero. Su tío, Zaima Makina tenía 23, estaba casado y tenía una hija de un año. Los hechos sucedieron en 1996 en la aldea de Nkhono, cuando el padrastro de Galeta, Machesa, llegó a su casa borracho. Al comprobar que no tenía la comida en la mesa comenzó a golpear a su esposa, la madre de Abraham, con tanta violencia que los vecinos alertados por los gritos la resguardaron en su casa. Inmediatamente después, Abraham Galeta y Zaima Makina, llegaron a la aldea y se enfrentaron al agresor. De acuerdo con el testimonio de Abraham en el juicio, su padrastro en vez de disculparse, empezó a quejarse de tener que cuidar de él, que no era más que su hijastro y de que se hubiera comido su comida. Luego salió de la casa y comenzó a golpearle con una cadena hasta que este consiguió arrebatársela, para seguidamente perseguirle junto a Makina hasta llegar a la aldea vecina donde le golpearon hasta que quedó tendido en el suelo. La autopsia reveló que la muerte fue consecuencia de una lesión en la cabeza y de una hemorragia interna provocada por los golpes recibidos.

Abraham Galeta y Zaima Makina fueron juzgados conjuntamente en 1998. En el juicio, Zaima se declaró inocente. Galeta admitió haber golpeado a su padrastro en defensa propia y afirmó también que su tío no había golpeado a su padrastro. El único testigo del incidente fue una niña de trece años que no pudo especificar cuál de los dos acusados había administrado los golpes fatales, y sobre esa base, ambos hombres fueron declarados culpables y condenados a la pena capital.

Galeta y Makina fueron dos de los primeros presos en participar en el Proyecto Kafantayeni. 19 años después de su entrada en prisión, el 8 de abril de 2015, el Tribunal Superior de Malawi acordó volver a juzgarles teniendo esta vez en cuenta las circunstancias atenuantes.

Los estudiantes de la Universidad de Cornell les entrevistaron en la cárcel para preparar el juicio. No habían hablado con ningún abogado desde que se dictó su condena a muerte. Makina ni siquiera pudo contar con un abogado en su primer juicio ya que no se lo podía permitir. Así que este era su primer contacto con un letrado. Asesores legales de Malawi entrenados por Sandra Babcock viajaron a Nkhono y se entrevistaron con testigos y vecinos para buscar circunstancias atenuantes. También hablaron con los ancianos y los jefes del pueblo para certificar que Galeta y Makina eran de buen carácter y serían bien aceptados si volvían a la aldea. Con el apoyo de los estudiantes de la Clínica de Prácticas Jurídicas de Derechos Humanos de la universidad de Cornell y del voluntario de Reprieve Tom Short, el abogado de oficio Chimwemwe Chithope–Mwale pudo argumentar ante el tribunal que las acciones de Abraham habían sido provocadas por la paliza cruel de Machesa a su madre.

Entre las principales razones para solicitar una reducción de su condena se esgrimió que el personal de la prisión les consideraba individuos ejemplares cuyo comportamiento demostraba que estaban completamente rehabilitados y no suponían peligro alguno para sus comunidades. Abraham había aprendido a leer en prisión, trabajaba y recibía clases de sastrería. Además ninguno de los dos tenía antecedentes penales previos a su condena. Se alegó que los actos de los que se les acusaba fueron una reacción ante el ataque sufrido por la madre y que no hubo premeditación. Pedían también que se considerara que Zaima sufría problemas de salud. Había perdido el ojo derecho de adolescente, tenía úlceras y malaria cerebral.

En 2015, la Corte Suprema de Malawi rechazó los argumentos del Estado que había vuelto a solicitar pena de muerte para los acusados y decidió que Zaima fuese condenado a 30 años, por lo que tuvo que cumplir un año más de condena hasta ser puesto en libertad en mayo de 2016. La sentencia de Abraham Galeta se redujo a 25 años. Fue inmediatamente excarcelado. El juez argumentó que la extrema juventud de Galeta en el momento del suceso era la razón por la que este recibía una condena menor que su tío.

Para valorar la situación de los dos hombres en su aldea, una evaluación llevada a cabo en noviembre de 2016 determinó que su reinserción estaba funcionando correctamente.

Madalyn Wasilczuk, profesora de la Universidad de Cornell, chequea con la ayuda del asesor legal Lemekezani Chete (PASI) la situación de Zaima Makina, seis meses después de su regreso a Nkhono. 2016.
Mtilosera Pindani en Fosa. 2016.

Mtilosera Pindani

En 1993, un hombre intentó robar las gallinas de la familia Pindani. Todos en la aldea le conocían, tenía fama de ladrón y de borracho. Al ser sorprendido, el hombre escapó abandonando allí la trampa. Poco después regresó para exigir que le devolvieran su artilugio. Ante la negativa de la familia, agarró a la hermana de Mtilosera y la golpeó hasta tirarla al suelo donde comenzó a patearla. Presa del pánico, Mtilosera intervino y comenzó a forcejear con el hombre, a pesar de que este era mucho más grande que él. Agarró un tronco y le golpeó en la cabeza, lo que provocó su muerte inmediata.

Al día siguiente fue arrestado y obligado a firmar una declaración de culpabilidad. Tenía solo 16 años. Estuvo cinco años en una cárcel local, hasta que en septiembre de 1998 fue juzgado y sentenciado a muerte. Pasó nueve meses en el corredor de la muerte temiendo ser ejecutado en cualquier momento. En 1999, gracias a una amnistía presidencial, su sentencia fue conmutada por la de cadena perpetua. Durante los años que pasó en prisión contrajo tuberculosis y malaria cerebral. Tuvo que estar varios meses en el hospital y sufrió hambre y desnutrición severa. Pindani cuenta que su única ración diaria de comida consistía en un caldo con cinco alubias que dividía en dos raciones, tomando dos alubias a mediodía y las otras tres con su caldo a la noche.

No hay evidencias de que en su primer juicio se argumentara su minoría de edad. Nunca se le dio la oportunidad de apelar su sentencia hasta que el Proyecto Kafantayeni se hizo cargo de su caso, recopiló declaraciones juradas de testigos y familiares y solicitó un nuevo juicio alegando que solo tenía 16 o 17 años en el momento del suceso, que había actuado en defensa propia y sin premeditación, que no tenía antecedentes penales y que había sido un recluso ejemplar que trabajaba en prisión y cocinaba para sus compañeros. Además, había cumplido ya más de 22 años de reclusión. En noviembre de 2015, la revisión de su sentencia por el Tribunal Supremo produjo su liberación inmediata.

Al regresar a su aldea natal, Fosa, tenía 40 años. Su familia y vecinos para darle la bienvenida corrieron a abrazarle y acabaron todos rodando por el suelo. Un año después fue elegido jefe tradicional del pueblo, lo que ha supuesto un éxito sin precedentes en el proceso de reinserción de los exconvictos en Malawi.

Laitoni Pindani y Zelesi N. Pindani, padres de Mtilosera, en el interior de la casa que han construido para su hijo. Fosa, 2016.
Miembros de la familia Pindani con Leston Njomvuyarema (de pie), uno de los jefes tradicionales de Fosa. 2016.
Parientes, vecinos y jefes de la aldea de Fosa, posan delante de la casa de Mtilosera Pindani. 2016.
Clitus Chimwala a la puerta del comercio que ha abierto en el mercado de Zomba gracias a la ayuda económica prestada por el Proyecto Kafantayeni.

Clitus Chimwala

En 1994, Clitus Chimwala fue arrestado en la ciudad de Zomba en la que residía cuando regresaba de visitar a unos parientes. Tenía 17 años y estudiaba bachillerato en el instituto de la ciudad. Le llevaron a la comisaría, donde junto a otro hombre al que no conocía, le acusaron del asesinato de una mujer. Clitus negó cualquier participación en el crimen, insistiendo en que ni siquiera estaba presente en el lugar del suceso. A pesar de esto, los agentes, después de amenazarle y golpearle con barras de hierro, le hicieron firmar una declaración que nunca le dejaron leer. Clitus pasó cuatro años en prisión preventiva, hasta que en mayo de 1999 fue juzgado y después de muchas deliberaciones y dudas del jurado, fue declarado culpable y condenado a muerte, como era obligatorio para los delitos de homicidio. Pasó cinco meses y medio en el corredor de la muerte hasta que su sentencia fue conmutada por la de cadena perpetua.

En 2015 el Proyecto Kafantayeni le ayudó a preparar su defensa para volver a ser juzgado, alegando que era más que probable que Clitus fuera menor de edad en el momento en el que sucedió el crimen y señalando también la falta de evidencias. Además aportaron pruebas médicas que certificaban que había sufrido graves trastornos de salud mental antes de su detención. Su madre firmó una declaración jurada declarando que su parto fue largo y difícil y que los médicos tuvieron que utilizar fórceps para sacar al bebé que, cuando finalmente nació, tardó mucho tiempo en llorar. Su hermano también declaró que Clitus padecía un trastorno del habla por lo que, a veces, era difícil entenderle.

El julio de 2015, Clitus recibió una nueva sentencia de quince años de cárcel, lo que supuso su liberación inmediata. Uno de los argumentos del juez para ponerlo en libertad fue la alta probabilidad de que Clitus se reintegrara sin problemas a la sociedad después de su liberación.

Byson Kaula en la Halfway House. Balaka, 2016.

Byson Kaula

En 1990, Byson Kaula compró una plantación de frutales sin saber que el vendedor tenía deudas con sus vecinos. Estos esperaban saldarlas recibiendo esas tierras a cambio. Estaba casado y era padre de seis hijos. Empleó a cinco jóvenes para trabajar en su nueva finca, pero al poco tiempo, uno enfermó gravemente. El hombre estaba prácticamente paralizado y Byson le tuvo que llevar al hospital varias veces. Un día lluvioso, mientras le cargaba sobre sus hombros para sacarle al baño, resbaló y los dos cayeron por las escaleras. En el hospital a él le escayolaron el brazo y al empleado le diagnosticaron malaria cerebral. Murió cuatro días después. Byson, asustado, enterró el cuerpo a escondidas en su finca. Los vecinos, acreedores del anterior dueño, le acusaron de haber asesinado a su trabajador, con la esperanza de poder así apropiarse del terreno.

Unas semanas más tarde, fue detenido acusado de homicidio y tras varios meses en prisión preventiva fue juzgado y condenado a muerte después de que el jurado declarara unánimemente que merecía esa pena ya que era una ‘malísima persona’. Pasó siete años terribles en el corredor de la muerte durante los que no pudo casi comer ni dormir. Intentó suicidarse en varias ocasiones. Los días en que su mujer iba a visitarle eran los peores. Verla ahí, tratando de luchar contra las lágrimas, le hacía sentirse todavía peor.

El día de su ejecución el verdugo empezó su trabajo antes del amanecer. Tiene recuerdos muy vivos de los lloros de desesperación de otros compañeros encadenados a los hierros de su cama cuando eran sacados de sus celdas para ser colgados. Kaula esperó aterrorizado en la suya pero en el último momento, el verdugo, un sudafricano blanco al que el Gobierno de Malawi contrataba para este trabajo, tachó de la lista algunos nombres al comprobar que no tendría tiempo de ejecutar a los 20 previstos. Se salvaron tres y Kaula fue uno de ellos.

Tres meses después el verdugo volvió. Esta vez fueron programadas 17 ejecuciones, pero de nuevo solo dio tiempo a ahorcar a quince hombres y Kaula fue una vez más uno de los dos afortunados. Increíblemente, a los pocos meses se repitió por tercera vez el milagro. De las diez ejecuciones programadas, Kaula fue el único que se salvó. En 1999, se conmutó su pena por la de cadena perpetua. Byson volvió a vivir. Empezó a estudiar y acabó siendo profesor de otros reclusos.

El Proyecto Kafantayeni se hizo cargo de su caso en 2015. En un nuevo juicio, que evidenció que Byson nunca tuvo intención de matar, fue sentenciado a 25 años de cárcel. Esto supuso su liberación inmediata en febrero de 2015. Tenía 65 años. Su mujer había fallecido. Desde el mismo día de su liberación da clase de francés en la prisión de Zomba. Vive en la Halfway House, perteneciente a la Hermandad de Presos de Malawi, donde trabaja de sastre y ejerce de capellán.

Jamu Banda con dos niños en la aldea de Chinkuyu. Noviembre, 2016.

Jamu Banda

En diciembre de 1994 Jamu estaba trabajando en el campo con su pariente John Nthara y su hermano Michael, cuando les avisaron de que un hombre armado con un machete había irrumpido en una de sus casas y amenazaba con atacar a cualquiera que se acercara. Fueron corriendo a la aldea. Al verlos llegar, el agresor agarró un tronco ardiendo del fuego de la cocina y se refugió en las letrinas. El techo de paja y la puerta de tela de saco comenzaron a arder de inmediato. Cuando pudieron auxiliarle, el hombre había sufrido graves quemaduras por todo el cuerpo.

Fueron a la policía por indicación del jefe de la aldea. Allí les informaron de que no podían proporcionarles transporte para el herido. Así que le montaron en una carreta de bueyes para llevarle al hospital. En el camino, el agresor se volvió violento y le tuvieron que atar de pies y manos. Cuando murió, cinco días después, los tres fueron acusados de asesinato. Los vecinos insistieron en que eran inocentes, pero nunca se les dio la oportunidad de testificar en el juicio. Fueron sentenciados a muerte sin haber tenido representación legal. Su abogado les había abandonado el día antes del juicio. Una vez conmutada su pena por cadena perpetua el sistema se olvidó de ellos durante veinte años. Nunca pudieron apelar y su expediente se perdió.

Sufrieron enormemente. Michael, su hermano menor, contrajo malaria, tuberculosis y sida. Tenía llagas que le cubrían la cabeza y el ano, lo que le provocaba un dolor severo. Llego a pesar menos de 40 kilos. En abril de 2014 murió en prisión.

El 7 de mayo de 2015 Jamu volvió a ser juzgado después de que el equipo de Sandra Babcock preparara su caso. Su pena fue reemplazada por otra que resultó en su inmediata liberación. Tenía 66 años y había pasado los últimos 20 en prisión. Sus tres hijos y su mujer, que se había vuelto a casar, se habían marchado de la aldea. Actualmente los asesores legales le visitan regularmente para confirmar que su reinserción es satisfactoria.

4.3. La Prisión de Zomba

La razón por la que la única prisión de máxima seguridad está en Zomba es porque fue capital del África Central Británica. El antiguo refugio de esclavistas es hoy una pequeña ciudad lejos de la capital

La ciudad de Zomba desde la subida al Plateau. Noviembre, 2016.

La Prisión Central de Zomba, la única cárcel de máxima seguridad del país, es un antiguo edificio colonial inglés de ladrillo construido en 1935. Da la sensación de que desde entonces no se han realizado muchas mejoras en su estructura ni en sus instalaciones.

Aunque fue diseñada para albergar a unos 350 reclusos, hoy encierra a más de 2.000. El mobiliario es escaso y está en condiciones penosas. Tampoco hay archivos, no ya informatizados, ni siquiera medianamente sistematizados. No hay mecanismos de seguridad más allá de rejas o candados. La cárcel se estructura en seis módulos: uno para delincuentes juveniles, otro para primeras condenas, dos para infractores recurrentes, otro para mujeres y un sexto para los condenados a la pena capital.

Mayor M. Nzima Manwell, Oficial jefe de la Prisión Central de máxima seguridad de Zomba, en su despacho. 2016.
Entrada principal de la Prisión Central de Máxima Seguridad de Zomba. 2016.

La sección de los condenados a muerte consiste en un patio estrecho y largo a la derecha del cual se alza el bloque con las celdas. Gracias a las amnistías presidenciales de 1995, 1997 y 2004 y ahora también al Proyecto Kafantayeni, esta sección se encuentra un poco menos abarrotada que el resto de la prisión. Sin embargo, aquí las celdas son verdaderamente pequeñas. Con unas dimensiones de unos cinco metros cuadrados y con una altura aproximada de tres metros, la mayoría de ellas albergan a dos hombres, algunas a tres. Cada celda posee un respiradero del tamaño de una gatera que se encuentra en la parte superior de la puerta y proporciona una mínima ventilación. La puerta es de madera gruesa reforzada con barras de metal. Están iluminadas por una bombilla que permanece encendida toda la noche. Su única instalación sanitaria es un cubo de metal.

Cada recluso recibe dos mantas. En general, duermen encima de una de ellas y se cubren con la segunda. Más de la mitad del día lo pasan en esas oscuras y minúsculas habitaciones. Los condenados son recluidos en sus celdas hacia las 4 de la tarde y sobre las 6 de la mañana se les permite salir a las zonas comunes de su sección. El patio tiene 20 metros de largo y seis de ancho. Al fondo, en una esquina en alto, se encuentra el patíbulo con las escaleras que conducen al pie de la horca. Y aunque esta no ha sido utilizada desde 1994, está todavía ahí presente y proyecta una sombra siniestra sobre el patio. Al final del bloque de celdas, frente a la horca, hay tres duchas y tres retretes.

La prisión sufre regularmente una enorme escasez de alimentos y restricciones de electricidad. En 2013, el Gobierno redujo el presupuesto de alimentos de la prisión a la mitad, lo que llevó a una situación de grave desnutrición de los presos. Generalmente lo único que reciben al día es un plato de nzima (harina de maíz) con seis habas. Los presos se dividen la ración entre la comida y la cena. Tres habas cada vez. Las restricciones presupuestarias también han afectado a la higiene. Salvo raras veces, no hay desinfectantes, ni cloro, ni jabón. Y el agua potable escasea.

A los prisioneros condenados a muerte se les mantiene separados del resto. No tienen derecho a asistir a ningún taller vocacional, ni pueden participar en ningún tipo de programa o clase de educación. Es prácticamente imposible salir fuera de su sección.

A finales de 2016, solo 29 personas permanecían recluidas en el corredor de la muerte de Zomba. La mayoría habían sido condenadas después de 2007 y, por tanto, habían sido juzgadas teniendo en cuenta las circunstancias atenuantes de sus casos. El resto estaban dentro del Proyecto Kafantayeni. Unas ya juzgadas y pendientes de su nueva sentencia y otras intentando resolver problemas legales para poder ser juzgadas de nuevo. Solo quedaban siete casos en preparación que estaban todavía siendo revisados por el proyecto. Eran los más complicados. Los que necesitaban una mejor defensa. Al tener más agravantes tenían también más posibilidades de poder recibir por segunda vez una sentencia de muerte o de cadena perpetua. Con ellos termina el proyecto.

Pizarra en el pasillo de entrada de la prisión donde están apuntados el número de presos que hay en cada sección de la prisión. Zomba, 2016.
Archivos en las oficinas de la prisión de Zomba. 2016.
Grupo de oficiales de prisión encargados del registro de entrada y salida en la Prisión Central de Zomba. Noviembre, 2016.

4.4. Los últimos casos

En noviembre de 2016 en Zomba todavía se hallaban 20 personas pendientes de sentencia, juicio o apelación. En junio de 2017, de los 152 resentenciados por el tribunal supremo, 121 ya estaban libres. 28 aún estaban terminando de cumplir sus nuevas penas. Y solo uno fue sentenciado a cadena perpetua. Ninguno a muerte

Venita Maiche

En 2002, durante una hambruna tal que les hacía abalanzarse sobre cualquiera al que vieran comer, dos nietos de Venita se colaron en la huerta de un vecino para robar. Este les sorprendió y llamó a su abuela para que se hiciera cargo de ellos. El mayor consiguió escapar. La abuela entonces castigó al pequeño de cuatro años pegándole con un palo. La extrema debilidad del niño hizo que no aguantara la paliza y muriera. Venita lo llevó al río para tratar de reanimarlo con agua. Al ver que había fallecido se fue en busca del nieto mayor. Tres días más tarde fue a la policía a contar lo ocurrido. El cuerpo fue encontrado en el río con una losa sobre el pecho que Venita aseguraba haber puesto para evitar que se lo llevara la corriente. Fue condenada y pasó siete meses en el corredor de la muerte hasta que su pena fue conmutada por la de cadena perpetua.

Tras quince años de cárcel, volvió a ser juzgada y fue resentenciada a 25 años de reclusión, lo que suponía su liberación en 2018, pero el Ministerio Fiscal, sin tener en cuenta ni su edad (a sus más de 60 años, en 2016 era la reclusa de mayor edad de Zomba) ni su acreditado retraso mental, presentó una apelación pidiendo de nuevo la pena de muerte para ella. Esta no prosperó y Venita quedó libre en 2018. Algo deseado por su hija e incluso por el nieto que sobrevivió, que temían por su salud, que nunca la vieron merecedora de la pena capital y que siempre desearon su regreso.

Mabvuto Alumeta

Cuando tenía unos catorce años, Mabvuto, que vivía en una pequeña aldea de Mozambique, fue secuestrado junto a otros chicos por soldados de la resistencia mozambiqueña que le entrenaron y le obligaron a combatir bajo amenaza de muerte. Sufrió heridas de bala y de metralla. Vivió la muerte y la devastación de la guerra civil en primera línea hasta que, ocho años más tarde, consiguió escapar y llegar a un campo de refugiados en Malawi donde se reencontró con sus hermanos.

Las condiciones del vida en el campo eran muy precarias. Su hermano y su cuñada murieron de cólera. Otra hermana fue asesinada estando embarazada. Todas estas experiencias dejaron una honda huella en su carácter y en sus capacidades de relación y de conducta.

En 1996 lo que iba a ser un robo junto a dos cómplices acabó en homicidio. A los tres días la policía lo detuvo y se incautó de varios objetos que habían sido robados en el lugar del crimen, entre ellos un rifle. Hasta 2001 no fue juzgado y condenado a muerte. En 2002 fue indultado y su sentencia fue conmutada por la de cadena perpetua.

En 2017 se encontraba a la espera de que se le concediera un segundo juicio. Su salud estaba muy deteriorada debido a las secuelas de sus heridas, a los veinte años de reclusión y al SIDA.

Binwell Thifu

En el año 2003, Binwell Thifu contrató a un hombre para que le llevara en su bicicleta. Casualmente, esa noche se lo volvió a encontrar en el bar en el que estaba tomando algo con su amigo Issac Wala. Al rato Wala le pidió a ese hombre que le llevara de vuelta a casa en bicicleta. Thifu continuó bebiendo un rato más. Esa misma noche, Isaac Wala se presentó en casa de Thifu con una bicicleta y una bolsa de plástico con ropa que abandonó en la vivienda. A la mañana siguiente, una mujer del pueblo encontró otra bolsa en su jardín que contenía los genitales de un hombre. El cuerpo del ciclista fue descubierto ese mismo día desnudo y mutilado. Thifu afirmó que probablemente el asesino era Wala, pero cuando la policía fue a buscarle, este había desaparecido. A pesar de que no había ninguna evidencia directa que le vinculara con el crimen y de que no hubo testigos presenciales, en 2005 Thifu fue juzgado y condenado a morir basándose únicamente en la bolsa llena de ropa ensangrentada encontrada en su casa. Pasó catorce años en la prisión de Zomba. En 2017, permanecía en la cárcel por cuestiones procesales debidas a una apelación anterior que dificultaba la posibilidad de repetir su juicio.

John Thomas

Nacido en una familia extremadamente pobre, su madre, alcohólica, sufrió múltiples enfermedades y desnutrición durante su embarazo. John tuvo problemas de desarrollo desde su infancia. Tardó tres o cuatro años en empezar a andar y nunca pudo ir la escuela. Pasó días enteros sin comer y su retraso mental se hizo aún más patente. En agosto de 2006, su sobrina Eva fue a visitarle a su casa y nunca regresó. Tres días después encontraron en casa de John un saco que contenía los restos de la chica cortados en pedazos. También encontraron carne en una olla de metal. Thomas se entregó a la policía y confesó el crimen. Fue juzgado en 2007 y condenado a muerte. Diez años más tarde se pudo repetir el juicio gracias al Proyecto Kafantayeni. Los abogados alegaron su grave retraso mental y John fue condenado a cumplir 35 años de prisión, por lo que, si su comportamiento es bueno, cumplirá dos tercios de la pena y saldrá en 2030.

Felix Mawondo

Hijo de padres alcohólicos y enfermo de malaria cerebral desde su infancia, Felix sufre un deterioro mental severo. En el año 2000, en compañía de dos cómplices, participó en un atraco en el que un hombre resultó muerto. Cuando siete años después se celebró el juicio, tres testigos cruciales para la defensa de Felix habían fallecido por enfermedades varias: su tío, que habría podido declarar su paradero en la noche del delito, y sus dos coacusados. En el juicio la policía argumentó que Felix había confesado el crimen en la comisaría y aunque él afirmó haberlo hecho bajo tortura, el juez le condenó a muerte. Tras diez años en el corredor, en 2017 volvió a ser juzgado y recibió una condena de 20 años desde la fecha de su detención, lo que significa su liberación en marzo de 2020.

Maulana Chadmile

Fue condenado a muerte en junio de 2005 por el asesinato de su hijastro durante un episodio psicótico en el que le confundió con una cabra a la que trató de espantar lanzándola un ladrillo. La psicosis se había desencadenado una semana antes al ver como su mujer perdía el hijo que esperaban como consecuencia de los golpes propinados por su propia madre. Siempre pensó que la transformación de su hijo en cabra fue causada por la intervención mágica de su suegra. En 2017 fue juzgado y la nueva sentencia supuso su liberación inmediata. Los abogados lograron acreditar ante los jueces la enfermedad mental y la incapacidad intelectual de Maulana.

Konikisi Sinkanawo

Debido a la pobreza de la familia, Konisiki tuvo que trabajar desde niño. Pronto montó una pequeña tienda para ayudar a su madre. En 2001 hubo una hambruna devastadora. Una noche, un vecino, Samson Bilati, le propuso a Konisiki vender los alimentos que planeaba robarle a su madre. Él aceptó y mientras Bilati entraba en la casa él esperó fuera, en la puerta. Una vez dentro, Bilati agredió a su madre y la mató. Salió con tres bolsas de arroz y un paquete de frijoles, que más tarde la policía encontró en la tienda de Konisiki. En 2005 fue juzgado y condenado a muerte. En 2017 recibió una nueva pena de 24 años, lo que significó su liberación en 2017. Bilati huyó el día del crimen y nunca pudo ser juzgado.

Kenneth Langanwiya

El 29 de enero de 1999, Kenneth y otros seis hombres, se colaron en una escuela de educación secundaria, con la intención de robar material de construcción. Atacaron por sorpresa al vigilante, le ataron con cuerdas y le hirieron gravemente. Robaron varios sacos de cemento, unas planchas de hierro y varias latas de pintura, todo propiedad de la escuela. Como resultado de las lesiones causadas, el vigilante falleció. Kenneth fue detenido y pasó seis años en prisión preventiva, hasta que en 2005 fue juzgado y condenado a muerte por asesinato. Pasó once años en el corredor de la muerte hasta que el Proyecto Kafantayeni preparó su caso y solicitó un nuevo juicio. El abogado declaró en la corte que este había sido su primer delito. Además, se había entregado voluntariamente a la policía y había cooperado. Según la declaración del psiquiatra americano George Woods, Kenneth tenía una discapacidad mental conocida como ‘pensamiento bloqueado’, por lo que a veces tenía dificultades para terminar las frases y podía ser fácilmente manipulado por otros, de lo que se podía deducir que Kenneth había jugado un papel menor en el crimen. En junio de 2017, recibió una nueva sentencia que conllevó su inmediata liberación.

Grant Songa Gama

En el año 2003, Gama había conseguido comprar un terreno para plantar arroz. Una tarde, él y un amigo invitaron a cenar a casa a uno de sus empleados. Esa misma noche un vecino les vio enterrando el cuerpo sin vida del trabajador. No se encontró ninguna evidencia que esclareciera la manera en la que se había producido la muerte, ni quién la había causado. Tampoco se conocieron nunca las motivaciones de este crimen. Gama era un hombre tranquilo que a pesar de sufrir un retraso mental nunca había tenido problemas con la justicia. Después de permanecer en prisión preventiva durante dos años, Grant Songa Gama fue juzgado y condenado a muerte en 2006. En 2017 volvió a ser juzgado y recibió una sentencia de 20 años a partir de la fecha de su arresto, por lo que fue inmediatamente puesto en libertad.

Reuben Ziwese

Ingenuo, impresionable y fácilmente influenciable debido a su discapacidad mental, Reuben Ziwese tenía solo 16 años cuando empezó a juntarse con malas compañías. En 2001, Ziwese acompañó a Paul Phiri y a Peter Banda, que habían contratado a Víctor Abel Chakhaza y a su hermano Hendrix para que les llevaran en coche. Al llegar al destino, Phiri y Banda empezaron a acuchillar a los hermanos Chakhaza. Víctor consiguió huir, pero Hendrix fue apuñalado y atropellado en la huida de los agresores. Murió en el hospital tres semanas más tarde. Phiri y Ziwese fueron detenidos, mientras que Banda consiguió huir. Después de permanecer en prisión preventiva durante más de cuatro años, fueron juzgados y condenados a muerte en 2005. Phiri murió en prisión. Reuben volvió a ser juzgado en 2017 y recibió una sentencia de 25 años, por lo que fue liberado en marzo de 2018.

Maison Nampanga y Cydreck Nambazo

En el año 2000, tres hombres entraron por la noche en la casa del reverendo Effat Chatama con el encargo de darle una paliza. Al parecer habían sido contratados por un enemigo del sacerdote. El reverendo les hizo frente, pero al perseguirles cayó al suelo, lo que aprovecharon los agresores para atacarle con un cuchillo. Murió desangrado. El único testigo fue un sobrino del reverendo que no pudo distinguir las caras ni el número de atacantes. El primer hombre en ser arrestado dio a la policía los nombres de Maison y Cydreck. Estos fueron torturados brutalmente en la comisaría durante varios días para forzar su confesión. Maison Nampanga recuerda haber creído que lo matarían a golpes. Fueron juzgados en diciembre de 2002. Maison y Cydreck compartieron un abogado al que solo vieron unos minutos antes de la audiencia y que no les permitió defenderse. Ambos fueron declarados culpables y condenados a muerte. Un año más tarde, su condena se conmutó por la de cadena perpetua. En 2005 los convictos solicitaron una apelación, que por no estar permitido entonces, no presentaba ninguna circunstancia atenuante. Sin embargo, la apelación fue vista en 2009, después de que se hubiera hecho efectiva la decisión Kafantayeni. El abogado, en lugar de argumentar su inocencia, pidió una reducción de la condena. En 2017 los letrados del Kafantayeni siguen intentando que su caso vuelva ser visto, pero al ser la apelación posterior a 2007, el tribunal no ha determinado si es posible repetir el juicio. Ambos hombres siguen manteniendo su inocencia. Padecen sida y tienen graves problemas de salud.

Edwin Uladi, Mkoma Kaputeni y Stenala Nashele

Los tres están emparentados. Nashele y Kaputeni son hermanos de madre y Edwin Uladi, aunque más joven que ellos, es su tío materno. En 2005 fueron juzgados por el asesinato de Elías Nandolo que cometieron tras sospechar que este había utilizado la brujería para matar al hermano mayor de Edwin: Elías Uladi. Los tres hombres tenían una relación muy especial con el fallecido. Edwin por ser su hermano menor y Nashele y Kaputeni porque al morir sus padres, siendo ellos muy jóvenes, su tío Elías se había hecho cargo de ellos convirtiéndose en su segundo padre.

Unos días antes del suceso, Elías Nandolo y Elías Uladi tuvieron una discusión y, frente a varios testigos, Nandolo le dijo a Uladi que moriría en un accidente de coche. A la semana siguiente, Elías Uladi falleció en un accidente automovilístico en Lilongüe. Cuando los tres hombres se enteraron de lo sucedido quedaron conmocionados. Como muchos otros en la aldea, creían fehacientemente que Nandolo había practicado brujería provocando así la muerte de Elías Uladi. También el jefe de la aldea lo creía.

Venciendo el miedo que sentían, se acercaron con otros vecinos a la casa de Nandolo para exigirle que asumiera los gastos del entierro. Él se negó y les amenazó con maldecirlos a todos. Los hombres estaban aterrorizados. Convencidos de que cumpliría sus amenazas le persiguieron hasta el bosque donde le golpearon con palos hasta matarlo.

El cuerpo fue encontrado más tarde en una letrina. Le habían sacado los ojos. Aunque al menos otros tres hombres estuvieron implicados en la paliza, solo ellos tres fueron detenidos y procesados. Tras permanecer en prisión preventiva durante dos años, fueron llevados a juicio y condenados a muerte como era preceptivo en ese momento. Sin embargo, el juez afirmó en el juicio que se declaraba abiertamente en contra de la sentencia de muerte para esos hombres, pero que, según el Código Penal, no había otra opción. Consideraba que los tres hombres no tenían antecedentes y que se podía considerar que habían actuado en defensa propia, si se entendía la brujería como una amenaza real. También les animaba a que presentasen una apelación. Sin embargo, durante los años en el corredor de la muerte nunca recibieron respuesta a sus intentos de apelar, hasta que en 2017 volvieron a ser juzgados y fueron condenados a 22 años de prisión, saliendo en libertad en 2018.

Ishmail Gome

Tras dejar la escuela a los ocho años por la precaria situación económica familiar, Ishmail empezó a trabajar en el campo. Era el único varón y el menor de nueve hermanos. Se convirtió en el sostén de su familia. Pronto se casó y tuvo cinco hijos que también dependían de él para su sustento.

En enero de 2004, quedó para beber unas cervezas con unos amigos después del trabajo. Entre ellos estaba Foliasi Chibwazi que a la mañana siguiente, apareció muerto con lesiones en la cabeza. Los restos encontrados llevaron a la policía hasta un sobrino de Ishmail, que fue inmediatamente arrestado. En su declaración admitió el crimen e implicó a su tío en el asesinato.

Ishmail fue detenido y durante una semana y media fue golpeado, privado de alimentos y obligado a confesar y a firmar una declaración admitiendo su culpabilidad. Al ser analfabeto, nunca pudo leer el contenido de dicha declaración.

En octubre de 2005, fue juzgado y condenado a muerte. No había ninguna evidencia física que le vinculara al crimen y nadie corroboró la declaración de su sobrino, que también fue condenado.

Finalmente, en 2015, el sobrino declaró que su tío era inocente y admitió que había sido él quien había llevado a cabo el asesinato a petición de su abuelo. Después de trece años bajo condena de muerte, en mayo de 2017, Ishmail pudo volver a ser juzgado y fue puesto en libertad inmediatamente después.

Jack Makasu y Daniel TePutepu

En 2003, un tal Makina Pondani fue acusado de un asesinato cometido en 2001. Los familiares del difunto le imputaron la muerte basándose en su amplio historial delictivo. También acusaron a Makasu y Teputepu de estar implicados en el crimen. En 2005, durante el juicio contra los tres, Pondani, contradiciendo a todos los testigos de la Fiscalía, cargó toda la culpa sobre Makasu y Teputepu. Finalmente fueron encontrados culpables y condenados a muerte. Pondani fue declarado inocente. Jack y Daniel pasaron once años en el corredor de la muerte hasta que el Proyecto Kafantayeni se hizo cargo de ellos. En 2017 volvieron a ser juzgados. Jack Makasu fue sentenciado a 27 años de reclusión desde el día de su arresto que se cumplen en diciembre de 2019 y Daniel Teputepu a 24 años que termina de cumplir en el mes de mayo de 2019.

Hastings Msiska

Cuando el padre de Hastings Msiska murió, la suerte de su familia cambió radicalmente. El dinero se agotó y la situación de Hastings y de sus hermanos empezó a ser desesperada. Estaban hambrientos y no conseguían encontrar trabajo.

El 29 de julio de 2003, Hastings, acompañado de su hermano Ronald y de sus primos Christopher y Suzgo, se dirigieron a la tienda de comestibles Muli & Brothers con la intención de robar. Según un testigo ocular, el hermano de Hastings, Ronald, que era policía e iba armado, le pegó un tiro a la cerradura de la puerta del comercio para forzarla.

El dueño, Musalepo Chilipo, que estaba agazapado detrás de la puerta, murió en el acto. No existen pruebas de que la muerte fuera intencionada. Aunque un testigo ocular señaló a Ronald como el cabecilla e indicó que al menos tres hombres le habían ayudado, Hastings Msiska testificó que había cometido el crimen en solitario sin la ayuda de su hermano o de sus primos.

Los cuatro hombres fueron representados en el juicio por el mismo abogado, que tomó la decisión de permitir que Hastings Msiska testificara y asumiera la responsabilidad del delito, exculpando así al resto de sus familiares.

Después de permanecer en prisión preventiva durante dos meses, en agosto de 2003 Hastings fue juzgado y condenado a muerte, como en ese momento era obligatorio. Su hermano fue absuelto de todos los cargos. Sus primos fueron condenados por robo a mano armada y sentenciados a quince años de prisión.

Hastings permaneció en el corredor de la muerte durante ocho meses hasta que su pena fue conmutada por la de cadena perpetua. El 30 de junio de 2017, pudo volver a ser juzgado gracias a la ayuda del Proyecto Kafantayeni y recibió una sentencia de 29 años a partir de la fecha de su arresto, lo que significa su liberación en 2022.

Thomson Bokhoboko

Entre enero y marzo de 2000, seis mujeres fueron asesinadas de manera similar. Fueron estranguladas y apuñaladas. En algunos casos se extrajeron sus genitales, senos o intestinos, en otros se les abrieron los abdómenes o se les sacaron los ojos. Los asesinatos tuvieron un gran impacto mediático y las autoridades presionaron a la policía para que arrestara rápidamente a los perpetradores.

Al poco tiempo la policía detuvo a Evance Solomon, alias ‘Sitenala’, que después de ser torturado por la policía, implicó a Thomson Bokhoboko en los crímenes. También le dijo a la policía que había vendido los órganos de las víctimas a dos hombres: Lewis Liviel Jonhson y Samuel Chimwanza. ‘Sitenala’ murió a los pocos días debido a las lesiones infligidas durante la tortura policial.

El 4 de abril de 2000, la policía detuvo a Bokhoboko, a Johnson y a Ngole. Los tres se declararon no culpables. Thomson Bokhoboko y Lewis Liviel Johnson fueron declarados culpables por el jurado y fueron condenados a muerte, como en ese momento era obligatorio. Samuel Chimwanza Ngole fue absuelto. La sentencia de Bokhoboko fue confirmada en apelación, pero la condena de Johnson fue revocada señalando que Bokhoboko lo había exonerado de culpa en su testimonio en el juicio.

Thomson Bokhoboko permaneció en el corredor de la muerte durante nueve meses hasta que su sentencia fue conmutada por la de cadena perpetua en 2001. En mayo de 2017 volvió a ser juzgado y fue condenado a cadena perpetua. Esta ha sido la única sentencia de cadena perpetua que se dictado contra los defendidos gracias al Proyecto Kafantayeni.

El doctor Nillungwe, psicólogo del hospital San Juan de Dios de Mzuzu, el doctor Richard G. Dudley, psiquiatra estadounidense y el doctor Harris Chilale, psiquiatra del Hospital San Juan de Dios de Mzuzu, se entrevistan con Thomson Bokhoboko para hacer una valoración de su salud mental. Prisión de Zomba, 2016.