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3. BIELORRUSIA

A veces se necesita más de una bala

Bielorrusia es el único país europeo que mantiene vigente la pena de muerte. Las ejecuciones se llevan a cabo en el centro de detenciones del Ministerio del Interior, llamado Sizo nº1, una media de doce meses después de hacerse firme la condena. En algunos casos, como el de los chicos acusados de cometer el atentado del metro de Minsk en 2011, la ejecución tuvo lugar solo tres meses después de su sentencia. Con márgenes de tiempo tan cortos para recursos y apelaciones las posibilidades de ejecutar a inocentes se multiplican.

La falta de independencia judicial en Bielorrusia es una de las grandes preocupaciones de las organizaciones de derechos humanos. La selección, promoción y destitución de los jueces no se basa en criterios objetivos ni se realiza con transparencia. En la práctica, los jueces son nombrados por el presidente con el asesoramiento del Ministerio de Justicia y del presidente del Tribunal Supremo, lo que implica una enorme influencia política en la judicatura. Además, la ley carece de criterios claros sobre la duración de la vigencia de los cargos de los jueces que puede ir desde los cinco años hasta convertirse en vitalicios.

Los datos oficiales sobre la aplicación de la pena capital en este país están clasificados como secreto de Estado. Todo es secreto salvo las sentencias, que son públicas. Pero no se difunden datos oficiales sobre las consecuencias efectivas de estas decisiones judiciales. Es secreta incluso para el condenado la información más básica sobre su propio destino. Esta falta de transparencia agrava lo cruel, inhumano y degradante que tiene de por sí la pena capital. Y no solo para los condenados, sino también para sus familiares. Las ejecuciones se llevan a cabo sin previo aviso, no se informa a las familias ni a los abogados, ni siquiera al propio preso y los cuerpos de los ejecutados no se entregan a los familiares que lo solicitan. Ni se les indica el lugar donde han sido enterrados.

Esta práctica da pie a las más variadas elucubraciones sobre el destino real de los condenados o de sus cuerpos. Rumores que van desde el envío a destinos secretos hasta la utilización de sus órganos en el tráfico ilegal de trasplantes.

Después de la ejecución, cuando las familias, ajenas a lo ocurrido van a visitar al preso, se les anuncia que ya no se encuentra encarcelado y se les entrega un papel en el que se indica que “ha dejado la prisión según su sentencia” y en el que la casilla marcada como “causa de la muerte” permanece en blanco.

Hay quien afirma que después de la ejecución los cuerpos son incinerados, pero según Viasna, una de las principales organizaciones de defensa de los derechos humanos en el país, parece que los cuerpos son enterrados en tumbas numeradas y sin nombre en el Cementerio del Norte, en Minsk para poder ser exhumados si fuera necesario.

Una imagen recurrentemente asociada a la pena de muerte en Bielorrusia que se repite año tras año es la de madres intentando encontrar los restos de sus hijos. Muchas parecen haberse vuelto locas y hacen cualquier cosa por dar con el lugar donde están enterrados. Visitan todos los cementerios alrededor de la capital buscando rincones en los que la tierra haya sido removida, tratando inútilmente de encontrar las fosas, sin que nadie les de ninguna información. Tal es su desesperación que incluso visitan a médiums o videntes que les aseguran poder conectar con personas fallecidas para poder hablar así por última vez con sus hijos. Muchas acaban cavando una tumba simbólica y enterrando ahí algunos de sus objetos personales para tener un sitio donde ir a recordar a su ser querido. Casi todas reservan un rincón de su casa con fotos, velas y flores en su memoria.

La responsabilidad de mantener este sistema penal cruel y secreto recae sobre unos funcionarios que soportan un estrés adicional –personal y laboral– que socava su salud y su propia dignidad.

3.1. El jefe del pelotón

Jefe de la prisión de alta seguridad de Minsk entre 1996 y 2001. Dirigía también La unidad especial que llevaba a cabo las ejecuciones. Mientras fue comandante, unas 150 personas fueron fusiladas. El entonces ministro del Interior le reclamó en dos ocasiones la pistola que utilizaban para tal fin. Las dos veces coinciden con la desaparición de destacados opositores. ahora vive en Berlín

Oleg Alkaev. Berlin, 23 June 2013.

Oleg Alkaev

Nací en Siberia en 1952. Mi padre era conductor y mi madre enfermera. Un año después nos mudamos a Kazajistán y ahí viví hasta los 40 años. Allí me crié, estudié, me casé y empecé a trabajar. Como todos los niños de mi barrio, crecí en la calle haciendo el gamberro. En la escuela al principio fui buen estudiante, después ya no tanto. Prefería pasar el tiempo con los amigos y a duras penas me gradué. Lo que sí me gustaba mucho era leer. Me aficioné a los libros de aventuras de Julio Verne y a los de detectives de Arthur Conan Doyle.

Después de graduarme tuve que hacer el servicio militar y cuando terminé en 1974 empecé mis estudios en el centro educativo del Ministerio del Interior. Ahí sí saqué buenas notas. Había madurado y entendía que me estaba especializando y que tenía que trabajar duro. Tras graduarme empecé a trabajar como investigador de policía. Al año y medio me ascendieron y pasé casi 20 años siendo jefe de instituciones correccionales. Me encargaba de cárceles y campos de trabajo. Volví a estudiar y me gradué como profesor de Historia en 1986, aunque nunca ejercí de nada parecido.

En el año 1991 me destinaron a Bielorrusia. Llegué en agosto con mi mujer, que era médico militar y al poco me ascendieron a director de las instituciones penitenciarias. Tres años después, en 1994, me nombraron jefe de seguridad y un año más tarde ya era director del campo de trabajo nº 14. En noviembre de 1996, pasé a ser jefe de la prisión de máxima seguridad, el llamado Sizo nº1 de Minsk, donde están encerrados los condenados a muerte y los presos más peligrosos. Nadie me obligó a aceptar el cargo. Me estaban dando un ascenso. Un traslado del campo a la capital, así que lo normal era aceptarlo. Además en los órganos del Ministerio del Interior tampoco es muy corriente rechazar un destino. El cargo conllevaba una responsabilidad secreta: la dirección del grupo de ejecuciones. Era una parte muy importante de mi trabajo. Fui jefe del Sizo nº1 desde 1996 hasta 2001. En esos casi cinco años, fueron ejecutadas unas 150 personas.

El cargo conllevaba una responsabilidad secreta: la dirección del grupo de ejecuciones. Era una parte muy importante de mi trabajo.

Cuando empecé a trabajar en este puesto, las ejecuciones se llevaban a cabo de una manera verdaderamente bárbara. Recuerdo con todo detalle la primera ejecución que presencié. Fue en la noche del 30 al 31 de diciembre de 1996, solo tres semanas después de haber sido nombrado jefe. Dirigieron la operación los veteranos, porque yo no conocía ni los procedimientos ni los lugares ni las costumbres. Todo empezó al anochecer, cuando me informaron de que el grupo especial estaba listo para comenzar la misión. Me subieron a un coche y en unos minutos, una caravana formada por tres vehículos arrancó. Dejamos atrás la ciudad y en un momento determinado, los tres conductores apagaron las luces y en completa oscuridad salieron silenciosamente de la carretera y se adentraron en el bosque por una pista que seguimos hasta llegar a un pequeño claro.

Mis colegas sacaron varias piezas grandes de lona y varias palas. Comprendí que iban a cavar un hoyo. Hacía mucho frío. El equipo comenzó a trabajar. Extendieron cuidadosamente las lonas y fueron poniendo sobre ellas la capa de nieve y de hojas que cubría el suelo y después la tierra que iban sacando. En aproximadamente dos horas y media la fosa estaba lista. Para terminar colocaron unos paneles en las paredes del agujero para evitar que se derrumbaran. Dos personas del grupo se quedaron ahí para vigilar la zona y los demás volvimos a la prisión.

Al llegar, lo primero que hice fue firmar la orden de transferir al convoy a los cinco hombres pendientes de ejecución. En ese momento llegaron al centro el representante del gobierno, el fiscal y el médico. Solo ellos podían ver a los miembros del equipo de ejecuciones. Nos sentamos en una habitación y, a través de un pasaje subterráneo, nos fueron trayendo a los convictos uno por uno. Estaban maniatados a la espalda y vestidos con uniformes de rayas y zapatillas de fieltro. Tiritaban, no se si de frío o de miedo, y sus ojos estaban cargados de un horror tan profundo que me era imposible mirarles. Traté de mantener la calma y mirando hacia abajo con una expresión muy seria hice como si estuviera revisando algunos documentos. Uno por uno, el fiscal confirmó los datos personales de los hombres, les informó de la denegación de clemencia del presidente y me miró. Entendí que tenía que dar algún tipo de orden, pero estaba tan conmocionado que solo fui capaz de murmurar algo en voz baja y señalé al convoy. Afortunadamente, mis colegas conocían muy bien lo que tenían que hacer. Les colocaron sentados en el suelo del vehículo espalda contra espalda y con las piernas bien abiertas, para evitar cualquier intento de resistencia. Los miembros del grupo especial se sentaron en los bancos laterales con las armas listas y el convoy partió.

Llegamos pasada la medianoche. Aparcamos al borde del claro, a unos quince metros del agujero. Al momento sacaron al primer convicto. Yo estaba pasmado al pie de la fosa. Me asomé. Era profunda y se ensanchaba en el fondo. El fiscal y el representante ministerial se quedaron en el automóvil y observaron todo a través de la ventanilla. Uno de los miembros del grupo colocó un lazo de cuerda en el cuello del primer convicto y lo sostuvo con sus manos mientras otro miembro del equipo le amordazaba. Tirando de la cuerda lo llevaron hasta el borde de la fosa y lo tumbaron en el suelo boca abajo. Su cabeza colgaba sobre el agujero. En el momento en el que el ejecutor apuntó el arma contra la nuca del convicto, otro miembro del grupo tiró de la cuerda para levantarle la cabeza, ayudando así al verdugo a apuntar con más precisión. Por un segundo, vi como la luz del disparo recortaba la parte posterior del cráneo en el mismo momento en el que la bala le atravesaba el cuello. Un gran chorro de sangre salió con fuerza hacia arriba. En el silencio de la noche, resonó un terrible gemido y luego todo se calmó.

Tiritaban, no se si de frío o de miedo, y sus ojos estaban cargados de un horror tan profundo que me era imposible mirarles.

Por un segundo, vi como la luz del disparo recortaba la parte posterior del cráneo en el mismo momento en el que la bala le atravesaba el cuello. Un gran chorro de sangre salió con fuerza hacia arriba. En el silencio de la noche, resonó un terrible gemido y luego todo se calmó.

Oleg Alkaev. Fotografía de carnet, unos años antes de ser trasladado a Minsk. Kazajistán, hacia 1985.

El médico se acercó, le tomó el pulso y certificó la muerte. El oficial que sujetaba la cuerda dio un tirón y el cuerpo cayó en la fosa. Rápidamente el procedimiento se repitió con el segundo convicto: el flashazo del disparo, el silbido del arma, el chorro de sangre, el gemido y el chasquido del cuerpo al caer. Así hasta cinco veces. Cuando terminó la ejecución, la fosa se cerró rápidamente con la tierra que había sobre la lona y se cubrió con las hojas y con la nieve. Las huellas de las personas y de los coches también se taparon.

Con el espectáculo de la muerte en mi cabeza, regresamos al centro. Eran aproximadamente las tres de la mañana. El día siguiente era laborable y decidí descansar un poco. Me acosté en el sofá del despacho, apagué la luz y cerré los ojos. Casi de inmediato, vi la imagen de la ejecución como si fuese real. El chorro de sangre me salpicaba la cara abrasándome como agua hirviendo. Abrí los ojos y el sueño desapareció. Entonces escuché un ruido en una esquina de la habitación y pensé que alguien estaba gimiendo. Entendí que estaba teniendo alucinaciones y ya no apagué la luz. Estuve en ese estado durante tres días. Solo después de haber bebido bastante alcohol, pude conciliar el sueño sin luz y sin pesadillas por primera vez. Intencionadamente había elegido trabajar en Año Nuevo, por lo que mi familia no se pudo dar cuenta de los cambios en mi comportamiento.

De todo lo que vi ese primer día, lo que me pareció verdaderamente cruel fue que mientras se ejecutaba a cada uno de los condenados, el resto, que esperaban su turno en el coche, podían perfectamente oír los disparos que acababan con la vida de sus compañeros. En esos instantes perdían la razón, se volvían locos. Era un procedimiento realmente salvaje. Tanto para los condenados como para los empleados del pelotón de fusilamiento. Inmediatamente tomé la decisión de cambiarlo. Aunque fueran presos, aunque estuvieran condenados a morir, nadie tenía derecho a demostrarles tan francamente que les quedaba poco tiempo de vida.

No pude cambiarlo de inmediato, pero seis meses más tarde las ejecuciones dejaron de hacerse en el bosque y empezaron a llevarse a cabo en el interior de un edificio. Una vez ejecutados sí seguían llevándoles al mismo sitio para ser enterrados.

En Bielorrusia, cuando la Corte Suprema confirma una condena de muerte, todos los condenados, como norma, tienen derecho a escribir una última petición de clemencia al presidente del Estado. Es su última mínima posibilidad de evitar la ejecución y todos lo hacen. El presidente revisa los casos de absolutamente todos los condenados y toma la decisión final de concederles o no el perdón. Si la memoria no me falla, desde 1994, que fue el año en el que Lukashenko fue elegido presidente, solo una persona fue perdonada y su sentencia conmutada por 20 años de cárcel. Lukashenko es inmisericorde.

De todo lo que vi ese primer día, lo que me pareció verdaderamente cruel fue que mientras se ejecutaba a cada uno de los condenados, el resto, que esperaban su turno en el coche, podían perfectamente oír los disparos que acababan con la vida de sus compañeros. En esos instantes perdían la razón, se volvían locos.

No pude cambiarlo de inmediato, pero seis meses más tarde las ejecuciones dejaron de hacerse en el bosque y empezaron a llevarse a cabo en el interior de un edificio.

Cambié el momento en el que al preso se le comunicaba que el presidente había desestimado su petición y que iba a ser ejecutado. Decidí que se hiciera solo unos breves instantes antes de su muerte. Funcionaba de esta manera: Cuando yo recibía confidencialmente la denegación del perdón, tenía 30 días para llevar a cabo la sentencia. La única persona que sabía quién y cuándo iba a morir era yo. Ni siquiera mis compañeros de trabajo lo sabían. Yo elegía el día y la hora. O sea, que determinaba cuánto tiempo de vida le quedaba a cada uno. Es una responsabilidad enorme. Puedo decir que no era fácil tomar la decisión. Cuando llegaba la fecha decidida daba la orden y se ponía en marcha todo el equipo de ejecuciones. Los miembros eran trabajadores del centro cuya pertenencia a ese equipo era secreta. La reunión estaba organizada de forma que la ausencia de los miembros del grupo en su trabajo pareciera natural y no levantara sospechas entre sus colegas. Ellos hacían sus labores regulares durante su jornada y después, a una cierta señal, venían al lugar de encuentro.

Éramos trece personas, aunque a veces alguno estaba enfermo o de vacaciones y podíamos ser doce. Uno conducía, otros tenían que cavar la fosa, otro trabajaba como guardia de seguridad, vigilando para que no apareciera nadie por casualidad en el lugar de los enterramientos. Trece personas era el mínimo necesario. El que disparaba era el que había sido nombrado ejecutor. Yo nunca disparé. Yo era el que daba las órdenes.

El personal llegaba al punto de encuentro con la pistola de servicio. Una parte del grupo iba al lugar de las ejecuciones con un transporte especial y preparaba la sala. Otros iban al centro con los documentos que yo les entregaba y organizaban la salida de los convictos de las celdas. Se les metía en un coche preparado y se les trasladaba al lugar donde se llevaban a cabo las ejecuciones. Éste era el momento más crítico y más peligroso, por que al atravesar la ciudad el transporte podía ser atacado. Por eso yo anunciaba la salida de los convictos y de su transporte cuando ya estaba todo preparado y solo de manera verbal y únicamente a las personas que se encargaban directamente de esto.

Una vez que los condenados llegaban a las instalaciones, se les metía en una celda de máxima seguridad. Era en un lugar secreto, no puedo decir dónde. Cerca había una habitación con una mesa tras la que estábamos sentados el fiscal, un representante oficial del Ministerio del Interior y yo. Entonces, un guardia de seguridad traía al preso que el fiscal solicitaba. Se le preguntaban sus datos personales y una vez confirmados el fiscal o yo le informábamos de que su petición de clemencia al presidente de la República había sido denegada y que la sentencia de muerte se llevaría a cabo. Pero no le informábamos de cuándo ni de dónde sería ejecutado. Simplemente ordenábamos que fuera retirado. El convicto pensaba que a lo mejor al día siguiente o en un par de días tendría lugar su ejecución. Sin embargo, todo sucedía rápidamente. En ese mismo momento se le cubrían los ojos con una cinta negra, se le daba la vuelta y se le trasladaba a la habitación contigua. La puerta se cerraba tras él y en cuestión de segundos dos funcionarios lo arrodillaban y un tercero le disparaba en la nuca.

Le informábamos de que su petición de clemencia al presidente de la República había sido denegada y que la sentencia de muerte se llevaría a cabo. Pero no le informábamos de cuándo ni de dónde sería ejecutado. (...) La puerta se cerraba tras él y en cuestión de segundos dos funcionarios lo arrodillaban y un tercero le disparaba en la nuca.

Oleg Alkaev, segundo por la izquierda, con varios compañeros durante su servicio militar. Kazajistán, hacia 1972.
Olev Alkaev con la que sería su mujer: Irina Nikolajevna. Kazajistán, hacia 1970.

Usábamos una pistola normal con silenciador. El tipo de pistola que usan las fuerzas especiales. Yo disponía de tres armas de este tipo que custodiaba en una caja fuerte. La habitación estaba preparada con un escudo de madera para que las balas no rebotaran. La muerte era inmediata. Ni 30 segundos vivían. No tenían tiempo de darse cuenta de nada. Los miembros del pelotón lo tenían perfectamente ensayado para que todo fuera rápido. Inmediatamente traían al siguiente y lo mismo. Puede decirse que, de alguna manera, humanicé el proceso. Al preso no le daba tiempo a darse cuenta de adónde le llevaban, porque todo pasaba muy rápido, en unos dos minutos. En cambio antes, entre que le subían al coche, atravesaban el bosque y llegaban a la fosa transcurrían unas dos horas. Era verdaderamente bárbaro.

Después se compilaban los documentos sobre el cumplimiento de la sentencia, que firmábamos yo, el fiscal, el funcionario de Interior y un médico. Claro, en el proceso también participaba un médico, aunque era una pura formalidad, porque está claro que después de un disparo en la cabeza cualquiera de nosotros podría determinar que la persona estaba muerta. Aunque, a veces, se necesitaba más de un disparo. Dos o tres llegaron a ser necesarios. La muerte tenía que quedar garantizada y el ejecutado no siempre moría al primer tiro.

El médico comprobaba el pulso y decía: “Pueden firmar los documentos”. Entonces se guardaba el cuerpo en un saco especial y se llevaba a enterrar. El sitio es secreto. Yo se donde es, pero no puedo decirlo. Es secreto profesional. Aunque esté retirado, sigo siendo oficial y hay algunas cuestiones que no puedo revelar, como el lugar donde se llevan a cabo las ejecuciones, el lugar donde se entierra a los ejecutados o el nombre de los ejecutores. Además, ¿para qué? No les dejarían desenterrarles ni recuperar los cuerpos. No lo permitirían, puesto que los cadáveres no se entregan a los familiares. Es lo que dice la ley. Quien dicta la ley es el Consejo Supremo de la República. Esa no es una decisión que haya tomado yo. Esta práctica viene de los tiempos del estalinismo. Entonces todo era secreto y hasta hoy nadie lo ha querido revisar.

Nunca se hicieron grabaciones, estaba prohibido y tampoco es que hubiera nada especial que grabar. No es Hollywood. Ni siquiera yo volví a presenciar una ejecución. Nadie entra por propia voluntad a verlo. Ni por curiosidad. ¿Quién iba a necesitar ver semejante espectáculo? Los que hacen este trabajo no son unos sanguinarios. Mucha gente lo cree, pero no es así. Los miembros del equipo sufren enormemente. La carga psíquica es muy dura. Es verdad que se les pagaba un sobresueldo por ello, aunque no muy alto. El sueldo también es un secreto profesional que debo guardar, pero en cualquier caso no era mucho dinero, de ninguna manera. La verdad es que ahora ya ni me acuerdo de cuánto era, porque la moneda bielorrusa variaba mucho y no valía nada. Lo que sí les permitía ese dinero extra era beber alcohol. Lo cierto es que durante el trabajo nadie bebía, pero después se juntaban en grupos de tres o cuatro, cada uno con quien mejor se llevara, y el alcohol era la manera de liberar el estrés. Para mí también fue duro. A veces también bebía. Después de cada trabajo, íbamos a algún sitio. O bebíamos en el coche mismo y después cada uno se iba a su casa.

Al principio era directamente necesario, porque quieras o no, es un golpe emocional tremendo y es difícil dormir después. Estás tumbado en la cama, pero tu cabeza sigue ahí, en la ejecución, y tu cerebro no descansa. Pero como no era todos los días, solo una o dos veces por trimestre, te conseguías reponer. No pasaba nada. Simplemente era muy desagradable. Yo, a pesar de que soy una persona digamos curtida, por naturaleza soy muy impresionable. Además no podía apartarme a un lado en ningún momento de la ejecución. Tenía que estar presente todo el tiempo, desde el principio hasta el final. Y dar las órdenes. Antes de recibir mi orden nadie tenía derecho a disparar ni a hacer nada. Solo bajo mis órdenes podían proceder.

Después de la segunda o tercera vez ya lo hacías con normalidad. Había sido condenado y si no lo hacía yo, lo haría otro. Le condena el Estado no yo, pensaba, y lo haga quién lo haga, la sentencia será ejecutada. Al fin y al cabo se trataba de un criminal.

Los que hacen este trabajo no son unos sanguinarios. Mucha gente lo cree, pero no es así. Los miembros del equipo sufren enormemente. La carga psíquica es muy dura. Es verdad que se les pagaba un sobresueldo por ello, aunque no muy alto.

Olev Alkaev. Berlín, 2013.

En este trabajo todo era duro. Empezando por el momento en que recibía el documento del presidente y tenía que tomar la decisión de cuándo se iba a ejecutar a una persona. Podía regalarle 30 días de vida o ejecutarle el primer día. Pero lo más duro era ver a las madres cuando llegaban y se enteraban de que su hijo ya no estaba. Veía como lloraban, presas de la desesperación. Eso era peor que el proceso de ejecución en sí, porque esas personas no tenían culpa de nada. Nosotros, a veces, para consolarlas, les decíamos que les habían llevado a una mina subterránea a trabajar. A unas minas peligrosas. Se les decía que trabajarían ahí durante un largo período. Hacía tiempo que existía esa leyenda y muchas creían en ella. No todas, pero la mayoría sí.

En el documento oficial que les entregábamos aparecían tres palabras “Desaparecido según sentencia”. Tres palabras y ya está, nadie explicaba nada más. Cómo, cuándo, dónde... nada. La persona que trabajaba en la oficina solo estaba autorizada a decir estas tres palabras. Lo demás era secreto incluso para mis compañeros de trabajo. Si preguntaban por un condenado se contestaba: “Ha desaparecido según la sentencia”.

Durante la estancia en prisión de los condenados teníamos una relación distante. No cruel pero tampoco amistosa. Hubiera sido imposible. No era una relación en grado de igualdad. Eran tratados de manera estricta, pero no podría decir que hubiera ningún tipo de violencia deliberada hacia ellos.

Si se daba el caso de algún tipo de comportamiento indebido o ilegal se detenía, claro, pero habitualmente se comportaban de manera muy tranquila. No había motivos para llegar a utilizar la violencia y en cualquier caso yo lo tenía prohibido. Una vez tuve que despedir a un oficial. Bueno, no yo, pero logré que le destituyeran, porque manifestaba cierto sadismo innecesario. Era un miembro de mi grupo. En el momento de la ejecución tenía una cierta inclinación sádica. Golpeaba a los reos o les apretaba demasiado las esposas y cosas así que eran, creo yo, innecesarias. Así que hice que le echaran. Él durante un tiempo no entendió el porqué. No lo entendía, pensaba: “¿Cuál es el problema? Si esta persona igualmente va a morir ahora. ¿Qué más dará?”. Yo le decía: “Cumple estrictamente con tus obligaciones”. De hecho tuve que destituir a dos. Uno era oficial y el otro alférez. Así que yo no diría que se actuara de manera violenta. Todo quedaba dentro del marco de la ley.

Lo más duro era ver a las madres cuando llegaban y se enteraban de que su hijo ya no estaba. Veía como lloraban, presas de la desesperación. Eso era peor que el proceso de ejecución en sí, porque esas personas no tenían culpa de nada.

Se hacía una visita de control diaria obligatoria y una revisión técnica de la celda para comprobar que no se hubiese intentado hacer ningún boquete, que las puertas estaban enteras y esas cosas. Una vez a la semana visitaba personalmente cada celda para hablar con ellos y ver si necesitaban algo. Pero, ¿qué puede necesitar una persona que sabe que pronto morirá? ¡Es la espera de la muerte! ¿Lo que sienten? ¿Quién puede hablar de lo que sienten? Nadie. Es una experiencia muy fuerte. Estarían dispuestos a vivir sin manos, sin pies. Solo quieren vivir. Por eso, el sufrimiento físico y todos los problemas cotidianos que tenemos nosotros desaparecen, se quedan a un lado. Incluso los problemas médicos. Si les duele una muela o si enferman no le prestan atención. Los presos viven con otras preocupaciones. Están muy deprimidos.

Los condenados a muerte no pueden salir de la celda. Ni al patio. Están todo el tiempo encerrados. Las comunicaciones se realizan a través de la puerta. Solamente salen cuando les llevan a la banya (sauna) una vez cada diez días o si tienen visita. Tenían derecho a recibir visitas de parientes una vez al mes. Normalmente iban las madres o los padres. Más frecuentemente las madres. Pero el permiso de visita no lo daba yo, sino el jefe del departamento de ejecuciones. A veces también iban los abogados. El preso llegaba esposado, por supuesto, y no se le quitaban las esposas durante toda la cita. Hablaban a través de un cristal y por teléfono. Y esas eran todas las comodidades que tenían. Las que la ley permitía.

Otra cosa que hice para mejorar las condiciones de los presos fue permitir que se les entregaran paquetes. Antes de que yo accediera al cargo, estaba prohibido, pero lo cambié y podían recibir hasta ocho kilos. Cuando llegaba algún envío de comida, no ponía fecha de ejecución hasta que no se lo habían terminado todo. Aunque pueda parecer raro, recibir un paquete influía en que vivieran o no más días. Si tenían sala o algún embutido para dos semanas, esperaba. Suena extraño, pero este tipo de cosas a veces influían en la fecha de la ejecución.

En cuanto a las celdas, en cada una había dos camas de hierro fijadas al suelo. De día se les prohibía dormir. El toque de retreta era a las 21:00 y a las 5:00 se les levantaba. Durante el día podían sentarse, andar por la celda, leer libros o comer. Por lo demás, el lavabo y váter estaban situados dentro de la misma celda.

Cementerio del Norte en Minsk, donde se dice que pueden estar enterrados los ejecutados. 2013.
Minsk, Sizo nº1. Una mujer camina bordeando el muro que rodea la cárcel de máxima seguridad donde se custodia y se ejecuta a los condenados a muerte en Bielorrusia. Marzo de 2013.

El caso Sivakov

En dos ocasiones vinieron a mi despacho a recoger la pistola que se usaba en las ejecuciones cumpliendo órdenes de Sivakov, el entonces ministro del Interior de Bielorrusia. No entendía por qué la solicitaban. La primera vez vino un coronel a buscarla con una orden por escrito y la segunda un ayudante personal del ministro con una orden verbal. Yo sabía muy bien cual era el protocolo y como se tenían que tratar las armas, así que ambas veces se la entregué después de que firmaran en el libro de registro como es debido. Hice que todo quedara anotado. La primera vez vinieron a por ella el 30 de abril de 1999 y me la devolvieron el 15 de mayo. Y la segunda vez la recogieron el 16 de septiembre.

En el mes de diciembre cayó en mis manos un ejemplar del periódico Pravda. En él había una noticia sobre cuatro desaparecidos en Bielorrusia. Uno de ellos resultó finalmente estar vivo, era un exbanquero que consiguió huir a Londres. Al lado de la foto de Zakharenko, el antiguo ministro del Interior, ponía que había desaparecido el 7 de mayo. Debajo estaban las fotos de Gonchar y Krasovsky, un diputado del Consejo Supremo y un amigo. Estos habían desaparecido el 16 de septiembre. En ese momento me acordé de cuando vinieron a recoger la pistola. Las fechas de las desapariciones coincidían con los días en que la pistola había estado en manos del ministro Sivakov. El 16 de septiembre por la mañana la recogieron y esa misma noche desaparecieron Gonchar y su amigo. Salieron de la sauna y no llegaron nunca a su casa.

Antes de que el arma fuera solicitada por el ministerio, había sucedido también algo inusual. Un coronel, Dima Pavlichenko, vino por orden del ministro a presenciar una ejecución. Era comandante del SOBRA, un escuadrón de élite. No era necesario en absoluto que asistiera, pero el ministro me insistió, así que le invité, aunque no comprendía ese interés insano. Yo sabía que el ministro Sivakov y Pavlichenko eran amigos. En una ocasión en la que a Pavlichenko le expulsaron del ejército, Sivakov hizo que le readmitieran y le dieran de nuevo un cargo.

Me acordé de él cuando leí en el mismo diario que unas horas antes de su desaparición, a Zakharenko le había estado siguiendo un coche, un BMW rojo. En esos tiempos era una rareza, se veían pocos en Bielorrusia y menos aún de color rojo. Era un coche que llamaba la atención. Yo sabía perfectamente quién tenía un coche así: Dima Pavlichenko. Se lo había regalado Sivakov.

En dos ocasiones vinieron a mi despacho a recoger la pistola que se usaba en las ejecuciones cumpliendo órdenes de Sivakov, el entonces ministro del Interior de Bielorrusia. No entendía por qué la solicitaban.

Relacionando los hechos llegué a la conclusión de que Pavlichenko estaba involucrado en el secuestro. Pero él por sí mismo no podía haber tomado tal decisión. Recibía órdenes de dos personas únicamente: del ministro Sivakov y del secretario general del Consejo de Seguridad, Shayman. Teniendo en cuenta la importancia de estas personas, era poco lo que yo podía hacer. Para entonces, Sivakov se había jubilado. Fue sustituido en su cargo por el general Udovikov, al que nombraron ministro en funciones. Yo, como se supone que debe proceder un oficial, me dirigí a Udovikov para exponerle todo lo ocurrido: “Tengo la sospecha de que Zakharenko, Gonchar y Krasovsky han sido asesinados con la pistola del pelotón de fusilamiento”. Le conté toda la cadena de acontecimientos que me habían llevado a tal conclusión. Udovikov se asustó mucho y me prohibió que le volviera a mencionar ese tema. Me vino a decir: “Lo sé todo, pero de todas manera no puedo hacer nada”. “Lo sucedido –indicaba hacia el techo– viene de arriba”. Me ordenó que me deshiciera de la pistola, pero no lo hice.

Entonces, comencé a sospechar de Shayman. Él era el secretario del Consejo de Seguridad de Bielorrusia, la segunda autoridad del Estado. Todas las estructuras del poder estaban bajo su mando. Para entonces yo no sabía qué hacer, el ministro en funciones había rechazado hablar del tema y no había nadie más a quien pudiera dirigirme. Era una situación sin salida. Si hubiese ido a la Fiscalía o algo así seguramente habría desaparecido yo también. Un día vino a visitarme por casualidad el jefe de seguridad del presidente, Vladimir Naúmov. Éramos viejos conocidos y le conté todo. Le dije que sospechaba que detrás del asesinato de Zakharenko estaban Sivakov, Shayman y Pavlichenko. “Tú eres una de las personas que está más cerca del presidente, hablas con él todos los días. Dile que a sus espaldas se están haciendo cosas terribles. Algunas personas han sido asesinadas. Ahora ya puedo decir que fueron asesinadas. No desaparecieron, les asesinó Pavlichenko. Y quienes ordenaron el asesinato fueron Sivakov o Shayman. Sivakov no creo que fuera, es débil. Solo Shayman podría hacerlo. Házselo llegar al presidente”. Le dije también que sospechaba que habían sido asesinados con mi pistola. “Imagina que se encuentran el cadáver y la bala. Por la bala sabrían qué pistola la disparó y de quién era. A mí me arrestarían al momento y nadie esclarecería lo que pasó en realidad”. La pistola la guardaba yo personalmente, de manera que en una semana podría haberme encontrado yo mismo encerrado en el sótano del corredor de la muerte y me habrían fusilado rápidamente. Me habrían echado a mí la culpa de todos estos crímenes. Esto podría haber pasado perfectamente. También podría ser que hubiera desaparecido, y sería el quinto del grupo de personas secuestradas y asesinadas. Después de hablar con él, Naúmov prometió que me ayudaría.

Poco después fue nombrado ministro del Interior. Él mismo me llamó y me dijo: “Ya está. El proceso ha empezado. Hoy ha sido arrestado Pavlichenko” Era verdad, él mismo, con el presidente del KGB y el fiscal general, prepararon la operación. Lo encerraron en la cárcel, en el Sizo del KGB el 22 de noviembre del año 2000. Pero cometieron el error de no arrestar también a Shayman. Entonces Shayman acudió a Lukashenko y de alguna manera le convenció de que todo era un complot contra él y el proceso se dio la vuelta. En veinticuatro horas Pavlichenko fue puesto en libertad por orden directa del presidente. Por cierto, de manera ilegal. Sin ningún tipo de proceso ni documento. Simplemente abrieron la puerta y le dejaron ir. Todas las personas que habían participado en su arresto fueron despedidas. Entre otros el presidente del KGB y el fiscal general. Solo Naúmov permaneció en su cargo.

Le dije también que sospechaba que habían sido asesinados con mi pistola. “Imagina que se encuentran el cadáver y la bala. Por la bala sabrían qué pistola la disparó y de quién era. A mí me arrestarían al momento y nadie esclarecería lo que pasó en realidad”.

Shayman fue nombrado fiscal general, así que todos los documentos pasaron a estar en sus manos. ¡Y entre estos papeles estaban los que había entregado yo! Durante un año, cada día y cada noche esperé que vinieran a por mí. Pensaba cuándo y dónde me iban a matar. Iba con cuidado. Mi vida corría peligro y siempre iba armado. Mi chófer también iba siempre con pistola. A veces veía que me seguían, otras veces no. Procuraba que nadie se me acercara a corta distancia. Habría disparado a cualquiera que se hubiese acercado a menos de tres metros. Naúmov era entonces el ministro y me apoyó a su manera, aunque solo fuera moralmente. Entendía mi derecho a defenderme. Y por eso, en este caso, el Ministerio del Interior no tomó parte en mi persecución. El KGB sí. Montaron una conspiración contra mí para infiltrar heroína en mi oficina y en mi coche. Pero no tuvieron el valor de hacerlo ellos mismos y quisieron hacerlo con la ayuda de un preso. Querían acusarme de tráfico de drogas. Pero el preso resultó ser una buena persona y me lo contó todo. A causa de esto le cayeron nueve años. Le habían prometido que si hacía lo que le pedían le declararían enfermo psíquico y le dejarían en libertad. Solo tenía que confirmar que había recibido drogas de mi mano. Le habían elegido a él por que justamente tenía motivos para odiarme. Era un delincuente reincidente y hacía años habíamos tenido un enfrentamiento muy fuerte por los desórdenes que armaba. Pero no accedió a hacer lo que le proponían. “Soy un preso, pero no un chivato traidor”, me dijo. Le respeto mucho. Se podría decir que un simple delincuente, un preso común, le fastidió los planes al poderoso KGB. He tenido la suerte de conocer buenas personas.

Cuando empezó la campaña preelectoral del año 2001, ciertos documentos del caso Pavlichenko fueron robados y cayeron en manos de la oposición. Entre ellos se encontraban el dosier de mi interrogatorio y mi informe. Documentos comprometedores en los que se demostraba la total implicación de Shayman, Sivakov y Pavlichenko en el secuestro y asesinato de los políticos desaparecidos. Y se señalaba con claridad que habían sido asesinados con mi pistola. La oposición lo publicó todo, ya que, por entonces, aún se publicaban periódicos de la oposición.

Me di cuenta de que tenía dos opciones: o bien hacer lo que me exigían y decir que era todo una farsa y que yo no había escrito ni había hecho nada; o bien irme, huir. Tuve solo unos minutos para pensarlo y decidí que no iba a negar nada. Me parecía humillante y suponía actuar en contra de mi conciencia. No podía hacerlo, ¿cómo iba a mirarme al espejo después?

Entonces también se hizo público que yo era jefe del pelotón de fusilamiento, lo que era peligroso y desagradable. Nadie lo sabía, ni mi mujer, ni mis hijos, ni siquiera mis compañeros de trabajo. Mi cargo era el de jefe de la institución carcelaria, eso sí lo sabía todo el mundo. Pero no que yo dirigiera las ejecuciones. Habría podido irme a vivir a otra ciudad de Bielorrusia donde me conociera poca gente y no habría pasado nada. Pero al final decidí escapar. Para entonces ya me estaban vigilando, me seguían, pero les pude engañar y conseguí huir a Moscú y de Moscú a Berlín donde me he quedado. Digamos que tuve suerte. Aproveché mi experiencia y engañé a los servicios especiales bielorrusos que me estaban siguiendo y pude salir con vida.

Aquí soy refugiado político. Mi familia y yo tenemos derecho a vivir en Alemania de por vida. Tengo protección del gobierno alemán. Nadie me va a disparar, está descartado. Así que no tiene sentido ir armado. Podría pasar que me envenenasen, eso sí. Todos estos años me he dedicado a recoger datos y documentos para probar el caso. Mi única misión es hacer que esos criminales sean encerrados. No pido nada a cambio, no quiero poder. Solo seguir con mi vida y escribir cuentos o alguna otra cosa. O quizás podría hacerme pescador.

En Alemania no hay pena de muerte. Y no hay cadáveres tirados en las calles. Nadie mata a nadie. Es extremadamente raro que maten a alguien. Incluso Rusia, con su alta criminalidad, ha aceptado la moratoria de la pena de muerte. Y Ucrania. Y toda la Unión Europea. Y no hay un aumento de crímenes graves. Es la prueba de que un país puede salir adelante sin pena de muerte. Si yo tuviera la seguridad de que en mi país existe un poder judicial justo e independiente al cien por cien y de que los recursos de apelación se tratan con rigor, entonces, a lo mejor, no me posicionaría en contra. Al fin y al cabo hay países como Estados Unidos donde se aplica la pena capital. Aunque ahí la ejecución de la pena se espera durante mucho tiempo. Y a lo largo de quince años el preso tiene la posibilidad de demostrar o de justificar algo. Sin embargo, en Bielorrusia, a día de hoy, esto no es así. Por eso creo que debería ser abolida. No porque tenga remordimientos de conciencia. No los tengo. Muchas veces nos compadecemos de los presos pero no pensamos en las víctimas. En cuantas personas mataron de forma cruel. Entiendo que sea así porque sueltos por la calle o durante el juicio dan miedo. Pero una vez condenados y encerrados en el corredor, les compadeces. Pero son asesinos, han sido juzgados y condenados.

Lo que sí tengo son secuelas psíquicas, por supuesto. Ahora me doy cuenta de que nunca tuve un psiquiatra cerca. Ni nadie que pudiera medir mi grado de estrés. Crees que no te va a afectar. Muchas veces no sentimos el dolor propio, pero los que nos rodean sí lo notan. Ven que te pasa algo, que estás más agresivo o deprimido. Pero a pesar de todo estoy tranquilo. No estoy pensando en esto todo el rato. Aunque sé que cada ejecutado deja una huella. Imperceptible a primera vista, pero la deja. Tengo síndrome de estrés postraumático. Por que no es normal matar a una persona que no te ha hecho nada. Es algo antinatural. La ejecución de una sentencia de muerte es un asesinato, una carga terrible que recae sobre quienes la ejecutan. Matar sin ira, sin el calor de la pasión, es difícil. La ejecución de la sentencia no encaja en el marco de la vida ordinaria. No es comparable a nada. Y tampoco es fácil de contar. Lo dejas todo en prisión. Al salir nadie te contará nada de lo sucedido.

La cadena de hechos que siguen a la ejecución, los encuentros con los familiares, con las madres... Es una situación devastadora ¿Qué les puedes explicar a las madres? Solo puedes escucharlas, y ya está. No puedes hacer nada. Pierden la razón, son presa de la histeria. Lo único que se puede hacer es esperar, dejar que pase el tiempo. Todas estas cosas dejan huella.

El compañero de trabajo al que sustituí, el que ocupaba mi cargo antes, murió a los 53 años. Era una persona inestable. Vivía pensando en esto permanentemente. Lo recordaba y sufría. Cuando nos veíamos, enseguida empezaba a recordar. Yo le decía: “¿Por qué hablas de eso todo el rato?” Él contestaba que no podía quitárselo de la cabeza. Al jubilarse empezó a beber y un día no se despertó. Todas las personas que han ocupado este puesto antes que yo murieron pronto, antes de los 60. Solo conozco a uno que viviera más de 60 años. Y yo mismo. Uno de los ejecutores murió a los 43. Se le paró el corazón. Fue terrible. Pero no hablemos de cosas tristes. No vayan a ponerse ustedes tristes ahora.

Fotografías de carnet de Alkaev, hacia 1995, justo antes de empezar a trabajar como jefe del Sizo nº1 de Minsk.
Fotografías de carnet de Alkaev, hacia el año 2000, tras cinco años como jefe del Sizo nº1.

3.2. Las madres

La práctica de informar a posteriori a las madres de la ejecución de sus hijos, y la negación de información sobre el lugar donde son enterrados, suponen un trato inhumano y degradante que las convierte en víctimas adicionales de la pena

Lyubov Kovaleva, madre de Vladislav Kovalev, ejecutado en marzo de 2012, acusado de ser uno de los autores del atentado en el metro de Minsk sucedido en 2011. Vitebsk, 2013.

Lyubov Kovaleva

El 11 de abril de 2011, en plena hora punta, una explosión en el metro de Minsk acabó con la vida de quince personas y dejó más de un centenar de heridos. Desde un primer momento el presidente Lukashenko declaró que el objetivo había sido afectar a la estabilidad del país y señaló a grupos extranjeros como posibles responsables. La Fiscalía calificó el suceso de ataque terrorista. En 24 horas, dos chicos de 25 años, Dima Konovalov y Vladislav Kovalev, fueron trasladados a los calabozos del KGB, donde, sin mediación de abogado alguno, fueron interrogados y golpeados hasta que, a las cinco de la mañana, confesaron su culpabilidad. A primera hora del 13 de abril, Lukashenko declaraba en televisión que los detenidos eran jóvenes radicales que habían admitido su responsabilidad y que serían castigados con la máxima severidad. Los motivos, según sus palabras, seguían sin esclarecerse. Describió la investigación de la policía y el KGB como una operación brillante.

Tras la detención de su hijo, Lyubov se marchó inmediatamente a Minsk. Intentó sin éxito llamar a las puertas del KGB y del Ministerio del Interior para recabar información e intentar ver a su hijo. No pudo hacerlo hasta el 9 de septiembre. Le vio a través de un cristal, esposado y con la prohibición de hablar sobre el caso. Mientras tanto se dedicó a la nada fácil tarea de buscar un abogado para Vladislav. Nadie estaba dispuesto a defenderle. Finalmente, Stanislav Abracej respondió a su anuncio y fue contratado. Está señalado desde entonces y se niega a hablar del caso. Tuvo una única entrevista con el chico, que duró dos minutos. Kovalev le entregó un papel en el que denunciaba que su confesión había sido forzada bajo tortura.

Un rincón del salón de la casa de Lyubov Kovaleva, dedicado a honrar la memoria de su hijo Vladislav, ejecutado a los 25 años. Vitebsk, 2013.

El 15 de septiembre arrancó el juicio. Según la madre, los chicos estaban condenados antes de comenzar la causa. Presenciaron todo el proceso encerrados en jaulas de hierro a la vista del tribunal. El juez no admitió una sola protesta de la defensa pero sí todas las del fiscal. Las evidencias eran endebles. Los restos de explosivos hallados en casa de Konovalov no correspondían con los que se detonaron en la estación de metro, no había restos de la bolsa que supuestamente portaba los explosivos, ni huellas de ninguno de los dos acusados. Ni testigos ni contactos que los implicaran en el suceso. Solo una grabación de las cámaras de seguridad en la que se podía apreciar a un joven con gorra portando una bolsa de deportes que según la acusación era Konovalov. Vídeo que, según el servicio secreto ruso, fue muy probablemente editado y manipulado. La sentencia se basó únicamente en la confesión que se obtuvo el primer día.

El 30 de noviembre de 2011 fueron condenados a muerte. Lyubov empezó a recoger firmas por internet para denunciar la situación. Se puso en contacto con organizaciones de derechos humanos, asistió a programas de televisión en Polonia y en Rusia, estuvo en Estrasburgo, apeló a Naciones Unidas y a la Unión Europea y rellenó la solicitud de clemencia al presidente. Nunca contestó y el 16 de marzo de 2012 los dos fueron ejecutados. Kovaleva vio a su hijo por última vez el 11 de marzo. Lo notó nervioso. El 17 de marzo recibió su certificado de defunción.

La madre de Vladislav ha defendido siempre su inocencia. Presenta a su hijo como un simple estudiante de electricidad fatalmente inmerso en una farsa de proceso. No tenía antecedentes, ni pertenecía a partido o movimiento político alguno. Muchos creen que Lukashenko orquestó el atentado para aumentar su popularidad y rebajar las críticas tras ganar unas elecciones supuestamente amañadas, centrando la atención en un enemigo externo. Vlad y Dima fueron los cabezas de turco.

Svetlana Mikhailovna Zhuk. Marzo de 2013.

Svetlana Zhuk

A principios de 2009, Andrei Zhuk, hijo de Svetlana, robó con ayuda de otra persona una escopeta de caza, cartuchos y un machete. Pocos días después, el 27 de febrero de 2009, lo utilizaron para asaltar a mano armada, junto a un tercer cómplice, el coche que transportaba las nóminas de una explotación agrícola. Mientras los otros les sujetaban, Andrei disparó en la cabeza a uno de los guardias y en el hombro y la cabeza a su compañera. Una vez muertos se hicieron con el dinero –unos 30.000 dólares al cambio– y regresaron a la ciudad de Slutsk donde repartieron el botín y se separaron.

Al tener antecedentes penales –dos condenas previas– la policía no tardó en detenerles. En el momento de su detención se incautaron de una pequeña cantidad de metadona para consumo propio y del dinero que a cada uno le había correspondido, aún con el empaquetado original del banco. Desde el primer momento Andrei reconoció su culpabilidad y entregó a la policía la escopeta a la que habían recortado los cañones. Pese a su colaboración y al hecho de ser padre de un hijo de corta edad, la reincidencia y la gravedad de sus crímenes le llevaron a ser sentenciado a muerte el 17 de julio de 2009 por la Corte Regional de Minsk. Tenía 25 años. Sus cómplices fueron condenados uno a cadena perpetua y otro a veinte años de reclusión. Los abogados de Andrei presentaron un recurso de casación que fue denegado, por lo que el 13 de noviembre de 2009 solicitaron formalmente el perdón presidencial.

Certificado de defunción de Andrei Zhuk, el único documento recibido por Svetlana informando de la ejecución de su hijo. La casilla causa de la muerte solo contiene una línea de guiones.

El viernes 19 de marzo de 2010 Svetlana fue a Minsk con intención de entregar un paquete a su hijo. Los funcionarios de la prisión le comunicaron que Andrei había sido trasladado y que ya no debía acudir más. Que esperase a recibir por correo la notificación del tribunal. Así se le comunicaba que su hijo había sido ejecutado. El lunes siguiente, el padre de Andrei tuvo que ser hospitalizado víctima de un infarto. Todavía hoy se niega a hablar de lo sucedido a su hijo.

Su madre, en cambio, se dedicó a recorrer los cementerios de Minsk buscando la tumba de Andrei. Antes había presentado ante el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas una protesta por violación de la presunción de inocencia durante el proceso que todavía estaba estudiándose cuando Andrei fue ejecutado. Denunciaba que cuando fue arrestado estaba bajo la influencia del alcohol, pero no se le sometió a un examen médico. En vez de eso, su interrogatorio continuó durante la noche. Además, el entonces ministro del Interior, Naúmov, se había referido a ellos públicamente como criminales mucho antes dictarse la sentencia. También denunciaba que Andrei tuviera que comparecer en el juicio desde una jaula y esposado. Activistas de derechos humanos han registrado casos de violaciones similares en muchos juicios en las cortes bielorrusas.

En sus cartas desde prisión, Andrei aceptaba su sentencia de culpabilidad y no justificaba sus actos. Tenía dos niños pequeños, uno de ellos nació cuando ya estaba en la cárcel. Andrei nunca llegó a verle y escribió que nunca hubiera cometido el crimen si hubiera pensado en sus hijos y en su familia y que no tenía planes de matar a nadie. Lo hizo por miedo. Pero se quejaba de lo injusto de su condena a muerte teniendo en cuenta que reos con el mismo delito que él estaban, sin embargo, condenados a 25 años o a cadena perpetua.

Svetlana Zhuk en el salón de su casa en la ciudad minera de Soligorsk, junto a una fotografía de su hijo Andrei Zhuk, ejecutado en 2010.
Chimeneas en la carretera de Minsk a la ciudad de Soligorsk, 2013.