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2. Japón

Tres vasos de sake

Poca gente conoce que Japón mantiene vigente la pena de muerte y que además la ejerce de una forma especialmente sádica: los reclusos están privados de contacto con el mundo exterior y solo pueden recibir visitas de sus familiares directos una vez al mes. Están recluidos en régimen de aislamiento en celdas del tamaño de un aseo y forzados a esperar su ejecución un promedio de siete años, con la peculiaridad de que la orden puede darse en cualquier momento, por lo que se levantan cada mañana pensando que ese puede ser su último día. Una política supuestamente diseñada para ‘no perturbar su tranquilidad’. Sin embargo, muchos enloquecen debido al estrés y la ansiedad que conlleva el no saber cuándo acabarán con tu vida, una verdadera tortura psíquica.

Las ejecuciones son secretas. Cuando la orden llega todo sucede rápidamente. A los condenados les restan solo unos minutos antes de enfrentarse a la horca. Ni siquiera hay previsto un momento para decir adiós a las familias. La mañana de la ejecución, dos guardianes lo suficientemente fuertes como para controlar a un hombre que se resista, agarran al preso uno por cada brazo y le sacan de su celda. Hacen una única parada frente a un altar budista o cristiano. En la misma sala, una cortina oculta otra estancia que es propiamente el patíbulo. Paredes de madera, suelo enmoquetado y una soga colgando. Una pared de cristal la separa de la zona de testigos y autoridades. Una vez dentro se le pregunta al condenado si quiere decir unas últimas palabras.

Dentro de la cámara de ejecución, tres guardias esperan junto a tres interruptores. El prisionero está esposado, encapuchado, con los pies atados y con una cuerda alrededor de su cuello. Los tres guardias presionan simultáneamente los botones, de manera que no podrán saber cual de ellos es el que le ha causado la muerte. El suelo cede y el preso queda colgado. En la planta inferior, un médico, acompañado por un oficial de la prisión y un representante del Ministerio Fiscal, examina el corazón del ahorcado. Esperan unos minutos para asegurarse de que está muerto y después bajan el cadáver, lo introducen en un ataúd y lo trasladan a la morgue de la prisión. Es entonces cuando se informa a los familiares del cumplimiento de la sentencia. En muchos casos las familias rechazan hacerse cargo del cadáver. Tradicionalmente, al terminar, los guardias tenían derecho a un vaso de Sake.

2.1. Sakae Menda

En la historia reciente de Japón, solo cuatro condenados a muerte han conseguido demostrar su inocencia y salir en libertad. Sakae Menda fue el primero de ellos. Pasó 34 años en el corredor de la muerte

Sakae Menda en su casa de Omuta City, 2010.

El 30 de diciembre de 1948, un asesino irrumpió en la casa de un sacerdote y su esposa en la prefectura de Kumamoto, en la isla japonesa de Kyushu, y usó un cuchillo y un hacha para asesinarlos y herir a sus dos hijas pequeñas. Eran años de posguerra y de miseria y Menda, un joven campesino de 23 años, pobre y sin educación, había sido arrestado unos días antes por robar arroz. Eso le convirtió en el principal sospechoso.

La policía lo retuvo tres semanas durante las que no se le permitió comer, beber o descansar. Fue torturado y amenazado durante días. Golpeado con palos de bambú mientras se le colgaba boca abajo del techo sin permitirle el acceso a un abogado, hasta que se le extrajo una confesión de culpabilidad. Menda firmó una declaración escrita por la policía y fue condenado a muerte por el doble homicidio en el día de Navidad de 1951. No saldría de la prisión de Fukuoka hasta 1983. A pesar de que Menda afirmó en el juicio que su confesión había sido forzada y de que tenía una coartada comprobable, esta no fue tenida en cuenta en el primer juicio, debido a que los investigadores presentaron las declaraciones de un falso testigo. Su abogado, un monje budista, solo se reunió con él una vez antes del juicio, pero no para ofrecerle ayuda profesional para luchar contra sus cargos, se limitó a rezar por él y a tratar de convencerle de que aceptara su destino. Fue condenado en 1951.

Sakae Menda con la mascota de uno de los guardias. Prisión de Fukuoka, hacia 1960.

Durante 34 años su vida se redujo a una celda de cinco metros cuadrados, sin calefacción, iluminada y vigilada las 24 horas del día. Pronto dejó de recibir visitas. Sus padres acabaron repudiándole, incapaces de soportar el estigma social que supone en Japón tener un hijo acusado de asesinato. Vio desaparecer a más de 35 compañeros. Nunca podrá olvidar el terror que sentía todas las mañanas, cuando venían los escuadrones de ejecución y el terror de que ese fuera su último día comenzaba de nuevo. “Oías los pasos avanzar por el pasillo. Tu corazón se detenía y volvías a respirar cuando pasaban de largo la puerta de tu celda”. Cada uno de los más de 10.000 días que pasó en prisión pudo ser el último. Salió con 56 años, cuando tras su sexta apelación fue finalmente declarado inocente. El gobierno le dio como compensación 7.000 yenes por cada día pasado en prisión, un total de 90 millones de yenes. Menda donó la mitad de su dinero a una asociación contra la pena de muerte.

Sakae Menda rodeado de prensa y abogados en el momento de ser puesto en libertad. 15 de julio de 1983.
Sakae Menda a los pocos meses de ser liberado. Fotografías de su álbum familiar.
Sakae Menda en el huerto de su casa de Omuta City, 2010.

2.2. Iwao Hakamada

47 años y siete meses. Nadie en el mundo ha pasado más tiempo en prisión a la espera de la hora. Hideko, su hermana mayor, ha estado ese mismo tiempo apoyando su causa para cumplir el deseo de su madre de que su hijo menor, Iwao, fuera exonerado

Iwao Hakamada, 2015.

La pesadilla de Iwao y de su familia comenzó el 30 de junio de 1966. Iwao tenía 30 años y no había tenido mucha suerte en la vida. Su carrera como boxeador profesional había comenzado bien. Con 21 años ya era sexto en el ranking japonés de peso pluma. Pero todo se truncó en 1962 debido a una lesión de rodilla que le obligó a dejar el boxeo. Estaba casado y tenía un hijo, pero a raíz de su fracaso, su matrimonio se rompió y el hijo quedó bajo su tutela. Arruinado y solo, para mantenerle había comenzado a trabajar como empleado en una fábrica de miso en la ciudad de Shimizu, en la prefectura de Shizuoka. Pocos meses después de comenzar a trabajar, un incendio arrasó la fábrica y al extinguirse, el propietario, su mujer y dos de sus hijos de 17 y 14 años, aparecieron asesinados. Sus cuerpos olían a gasolina y habían sido apuñalados más de 40 veces. Faltaban 200.000 yenes. Este cuádruple asesinato en un tranquilo rincón de Japón atrajo la atención de los medios, que lo convirtieron en noticia de primera página durante semanas.

La policía señaló a Hakamada desde el principio. Exboxeador, arruinado y divorciado, se convirtió en el principal sospechoso. Además, en el momento del incendio se encontraba solo, descansando en su habitación en las instalaciones de la fábrica, así que no tenía una coartada que le pudiera exculpar. Iwao fue interrogado un par de veces y puesto en libertad, pero la policía había encontrado una pequeña mancha de sangre en su ropa y aunque él aseguró que se debía a un corte en la mano que se había hecho trabajando, este fue el indicio al que la policía se agarró para detenerlo de nuevo el 18 de agosto de 1966. 20 días más tarde, Iwao confesaba ser el autor del crimen.

El sistema de justicia penal japonés no ha cambiado mucho desde el siglo XV hasta hoy en lo que atañe al trato a los sospechosos, que sigue basándose en gran medida en obtener declaraciones mediante tortura y malos tratos. El sistema de justicia criminal asume que los interrogatorios son a menudo largos e intensos y a veces coercitivos. Hakamada soportó 23 días de interrogatorios de hasta 16 horas diarias, durante los que fue golpeado y amenazado, sin permitirle dormir, comer, beber o ir al baño. El 6 de septiembre de 1966, firmó la declaración en la que se inculpaba del asesinato múltiple, del robo y del incendio. La policía y el fiscal le convencieron de que si realmente era inocente, en el juicio saldría a relucir la verdad. Un funcionario redactó su confesión e Iwao, agotado física y psíquicamente, anotó su nombre y se desplomó sobre la mesa. Uno de los policías agarró su mano, aplastó su dedo sobre un tampón de tinta y plasmó su huella dactilar en el documento en el que se leía: “Yo soy el que mató a la familia del jefe. Lo siento mucho. A partir de ahora contaré todo lo que pasó”.

Iwao con un perrito en brazos hacia 1944. Álbum de la familia Hakamada.
Iwao en Hamakita, su pueblo, antes de cumplir los 20 años de edad.
Iwao (sentado a la izquierda), su hermano (de pie con un pañuelo en la cabeza) y dos amigos en Hamakita.

Ese mismo día Iwao firmó dos declaraciones más: una de cinco páginas y otra de 76. Ninguna de las tres declaraciones fue leída previamente por Hakamada ni le fue leída en voz alta por la policía. En la mayoría de las democracias, una confesión obtenida después de más de 200 horas de interrogatorio se consideraría involuntaria, poco fiable e inadmisible como evidencia. Pero no en Japón. Entre su arresto y su declaración, Hakamada fue interrogado durante 264 horas, y en todo ese tiempo, solo se le permitió hablar con sus abogados en tres ocasiones por un total de 37 minutos. Además, ninguno de sus interrogatorios fue grabado ni transcrito literalmente. Los abogados defensores de Hakamada han mantenido siempre que las confesiones firmadas por él seguían un guión que la policía había escrito varias semanas antes de su detención.

El sistema de justicia penal japonés no ha cambiado mucho desde el siglo XV hasta hoy en lo que atañe al trato a los sospechosos, que sigue basándose en gran medida en obtener declaraciones mediante tortura y malos tratos. El sistema de justicia criminal asume que los interrogatorios son a menudo largos e intensos y a veces coercitivos.

Un año más tarde, en 1967, durante la celebración del juicio, Iwao se retractó de la confesión y declaró que la policía le había torturado durante días. En el juicio, el propio Hakamada le preguntó a uno de sus interrogadores: “¿No es verdad que lo que los detectives llaman ‘mi serie de confesiones’ es de hecho una historia de misterio ficticia que inventaron en sus propias mentes?”

En el juicio, los especialistas forenses afirmaron que no podían asegurar que la gota de sangre en la ropa de dormir de Iwao perteneciera a los fallecidos por que era insuficiente para ser analizada, pero esto no cambió nada. La prueba se desechó, pero los fiscales, que de acuerdo con la ley en Japón no están obligados a presentar todas las pruebas de una vez, declararon entonces que la policía había encontrado las prendas de ropa del asesino empapadas en sangre y sumergidas en un barril de miso, y que estas pertenecían al acusado. Los abogados de Iwao afirmaron que sospechaban que estas prendas habías sido colocadas ahí por la policía para incriminar al acusado. Iwao tampoco reconoció la ropa como suya e incluso se pudo comprobar en el juicio que las prendas eran muy pequeñas para su complexión. Pero eso tampoco fue un argumento exculpatorio para los jueces.

En septiembre de 1968, dos años después de su detención, fue condenado a la horca. Los abogados presentaron una apelación que fue rechazada en 1976 por el tribunal de Tokio y en 1981 por la Corte Suprema. Con la condena en firme, Iwao fue trasladado al corredor de la muerte de la prisión de máxima seguridad de Tokio.

Iwao Hakamada en Hamakita hacia 1956.
Fotografía promocional del combate de boxeo celebrado el 19 de abril de 1961 en el Rizal Memorial Coliseum, en Manila, Filipinas. Iwao (a la derecha) frente al boxeador filipino Marcing David.
Una de las declaraciones autoinculpatorias firmadas por Iwao tras su detención en 1966.
La ropa manchada de sangre del presunto asesino presentada como prueba en el juicio.
Iwao probándose la ropa durante el juicio en el que fue condenado a muerte en 1968.
Norimichi Kumamoto, uno de los tres jueces que condenaron a muerte a Iwao Hakamada en 1968. Fukuoka, 2010.

Norimichi Kumamoto

El más joven de los tres jueces que le condenaron entonces, nunca estuvo de acuerdo con el veredicto. Su voto fue rechazado. “No pude hacer nada. Eran dos contra uno”, diría años después. Los otros dos jueces habían rechazado su masivo documento de 360 ​​páginas argumentando sus razones para creer que el hombre era inocente.

Para Kumamoto, el ‘descubrimiento’ de las prendas de ropa ensangrentadas en el barril de miso fue el punto de inflexión que le hizo dudar de la culpabilidad del acusado. Si fue un pijama manchado de sangre lo que llevó a su detención, ¿cómo podía ser que ahora la prueba definitiva fuera otra ropa encontrada meses después? ¿por qué debía pertenecer a Hakamada si era varias tallas menor? Sin embargo, los otros dos jueces pensaron justo lo contrario: que, finalmente, había una prueba definitiva de que él era el asesino. A la hora de las deliberaciones, el juez Kumamoto dijo que Hakamada era inocente. El segundo juez consideró que Hakamada era culpable y merecedor de una sentencia de muerte. El voto decisivo fue el del juez que presidía el tribunal, que finalmente decidió condenar a Hakamada, basándose en su confesión. El juez Kumamoto se negó a firmar la sentencia en señal de protesta. Él fue el encargado de redactar y leer la sentencia final que cambiaría para siempre la vida no solo del condenado, sino la suya propia. Tenía entonces 29 años. Nunca se repuso. Un año más tarde, Kumamoto, entonces un juez joven con un futuro prometedor (había obtenido la mejor nota de toda su promoción), abandonó la profesión sumido en una tremenda depresión. Nunca dijo nada a su esposa, a su familia, ni a sus amigos, pero el remordimiento y el sentimiento de culpabilidad arruinaron su carrera y su vida. Alcohólico, se divorció dos veces y se distanció de sus hijas. Intentó suicidarse en varias ocasiones. Y guardó silencio hasta que no pudo soportar más el sentimiento de culpa.

“Rezo todos los días para que el señor Hakamada sea declarado inocente y liberado del corredor de la muerte.”
Norimichi Kumamoto, 2007.

En 2007, enfermo de cáncer y de párkinson, compareció ante los medios de comunicación afirmando que él nunca creyó que Iwao fuera culpable y pedía perdón a su familia por todo el dolor causado. Antes de hablar, Kumamoto se había puesto ya en contacto con el equipo de abogados de Hakamada, arriesgándose a ser acusado de violar una ley de secreto que prohíbe a los jueces hablar después de llegar a decisiones conjuntas. “He pensado en su juicio durante 39 años”, dijo Kumamoto, que tenía ya 70 años. “He sentido tristeza y decepción por esto [...] Pensé que no podríamos encontrarle culpable, las evidencias presentadas por los fiscales no tenían sentido. Ni los pantalones ni la camisa eran de su talla. Los otros jueces simplemente argumentaron que el acusado podría haber engordado en la cárcel o que la ropa podría haber encogido al estar sumergida en el miso”.

Norimichi Kumamoto. Fukuoka, 2015.
Hideko Hakamada. Hamamatsu, 2010.

Hideko Hakamada

La hermana mayor de Iwao, le visitaría cada mes durante 48 años. Los primeros años de reclusión mantuvo una correspondencia casi diaria con su hermano. Ella guarda los cientos de cartas que se cruzaron. En 1992 varios miembros de los grupos de apoyo las editaron y publicaron. Durante los primeros años, Iwao parecía fuerte y seguro. Posteriormente, sus cartas reflejaban frustración e ira, sentimientos que se fueron intensificando a lo largo de los años hasta que comenzó a mostrar señales de pensamiento y comportamiento seriamente perturbados. A finales del año 1991, Iwao dejó de contestar las cartas y empezó a rechazar sus visitas. Al poco tiempo ni siquiera la reconocía. “No tengo ninguna hermana”, decía. Hideko, a pesar de su rechazo, siguió escribiendo y visitándole cada mes, para transmitirle que no estaba solo y que cada vez más gente pedía su libertad. Participó en cientos de reuniones, marchas y concentraciones en todo Japón, algunas centradas en el caso de su hermano y otras en los problemas de la justicia penal. Durante los primeros diez años, lo hizo en solitario, ni siquiera podía expresar abiertamente que creía que su hermano era inocente. Poco a poco fue reuniendo un equipo de apoyo a su alrededor.

“Al principio, cuando iba a visitarle y le preguntaba ¿estás bien? apenas me respondía un sí, pero a mí me bastaba. Yo solo quería escuchar esa palabra.”
Hideko Hakamada.

Hideko en su casa de Hamamatsu en 2010 con los tomos en los que conserva la correspondencia que mantuvo con Iwao los años que este estuvo en prisión.
El equipo de abogados defensores de Iwao. De izquierda a derecha: Yoshiyuki Todate, Katsuhiko Nishijima y Osamu Murasaki. Tokio, 2010.

Katsuhiko Nishijima

El equipo legal que trabaja por la liberación de Hakamada interpuso sus primeros recursos de apelación en 1976 y 1980. Aunque fueron rechazados, Katsuhiko Nishijima volvió a intentarlo sin éxito en 1994, 2004 y 2008. El caso comenzó a recibir mucha más atención pública en 2007, después de que el exjuez Kumamoto proclamara que creía que Hakamada era inocente. Este pronunciamiento no solo atrajo mucha atención de los medios, también estimuló la creación de grupos de apoyo como el llamado Salvar a Hakamada. La Asociación Pro Boxing de Japón comenzó una campaña de apoyo y una comisión compuesta por 57 miembros del Parlamento apoyó su causa. Todos estos movimientos sociales se vieron aún más reforzados en 2010, cuando el director de cine Takahashi Banmei estrenó la película Box, sobre el caso del exboxeador. También Amnistía Internacional comenzó a trabajar en su caso en 1981. Primero recogiendo firmas y después dándole publicidad en sus campañas internacionales contra la pena de muerte. Incluso el actor Jeremy Irons participó en una de sus campañas. Dos meses antes de que Iwao fuera liberado, Amnistía Internacional había entregado al gobierno nipón más de 40.000 firmas recogidas en todo el mundo, exigiendo la repetición del juicio.

El 5 de diciembre de 2013, la Fiscalía japonesa decidió desclasificar 176 pruebas relativas al juicio a Hakamada, entre las que se encontraban las muestras de sangre encontradas en la ropa que Hakamada supuestamente llevaba cuando cometió el crimen. A petición de su abogado Nishijima las muestras fueron sometidas a pruebas de ADN que demostraron que la sangre no era del condenado. Esta fue la clave para que el 27 de marzo de 2014 el juez aceptara el vigésimo recurso de apelación que los defensores de Iwao presentaban y decidiera ponerle en libertad concluyendo que había razones para creer que se habían fabricado pruebas en el juicio original y que mantenerle en prisión a la espera de decidir si se celebraba o no un nuevo juicio habría sido ‘insoportablemente injusto’.

Ese día, Hideko, se acercó, como todos los meses, a la cárcel a contarle a su hermano las buenas noticias. Lo que no esperaba es que en ese mismo momento fuera a ser liberado. Cuando se fue a despedir de él le dijeron: “No, no se vaya. Él volverá dentro de un momento” A los pocos minutos Iwao reapareció en la sala de visitas con una bolsa en la mano. Lo primero que dijo fue: “Eso que dicen estos es mentira. Todo eso de que me liberan es mentira”. No se creía que lo hubieran liberado. Tampoco Hideko lo podía creer. Unos minutos después, Iwao, de 78 años, acompañado por su hermana Hideko, de 81 y de sus abogados, salía del Centro de Detención de Tokio. Se convertía así en el preso que más tiempo había padecido en la cárcel esperando su ejecución. Casi 48 años, en los que vio morir ejecutados a más de 100 compañeros sin saber nunca si él sería el siguiente. Quizás por eso, lo que captaron las cámaras de los periodistas esa mañana de marzo no fue una imagen de júbilo, sino el retrato de un anciano enfermo, cabizbajo y desorientado con una expresión vacía, que caminaba arrastrando los pies agarrado al brazo de su hermana. Hakamada abandonaba la prisión con un trastorno mental severo. Incapaz de entender lo que estaba sucediendo y sin reconocer ni siquiera a su hermana Hideko. En su primera comparecencia ante la prensa, anunció a los periodistas que él mismo, como ‘Dios omnipotente del universo’, había abolido la pena capital en Japón. Varios expertos han dictaminado que la causa de su enfermedad es la psicosis institucional causada por la duración y las condiciones de su confinamiento, pero los funcionarios de justicia siguen afirmando que se trata de una demencia senil, tal vez exacerbada por los golpes que sufrió como boxeador.

Hideko instaló a su hermano en su casa para poder seguir cuidando de él. No fue fácil. Los primeros meses se pasaba el día dando vueltas en su habitación como si estuviera en la celda. Daba vueltas dentro de la casa, sin parar, horas y horas. Ocho horas al día. Creía que estaba todavía en la cárcel. Decía: “Tengo que estar moviéndome para no enfermar”. Tenía alucinaciones. No dormía bien. “Aún hoy no puede levantarse solo, porque en la cárcel dormía en un tatami en el suelo, así que no sabe subir y bajar de la cama”, contaba Hideko dos años más tarde. Para entonces, Iwao había dejado de caminar y pasaba las hora sentado frente al televisor, levantándose solo para comer. Parecía tranquilo, pero seguía ausente. Su discurso seguía siendo incoherente: “¡No, no! Yo no he estado en la cárcel, no tengo recuerdo ninguno. Eso de que he salido es mentira, todo son ceremonias. Yo donde he estado todos estos años es en Hawai. He estado en Hawai”. Solo cuando se le hablaba de boxeo parecía entender y su discurso era algo menos incoherente.

En el improbable caso de que el juicio llegara a repetirse, seguramente Iwao sería exonerado, lo que pondría en evidencia las graves deficiencias del sistema penal japonés que no parece asegurar que los juicios se celebren con las debidas garantías y que sigue dando una inusitada importancia a confesiones obtenidas bajo tortura. El caso de Iwao pone también de manifiesto que las condiciones de encarcelamiento en aislamiento de los presos condenados a muerte son inhumanas y que el hecho de no notificar la fecha de su ejecución con antelación, causa angustia mental extrema y constituye un castigo añadido y un trato cruel, inhumano y degradante.

El 16 de enero de 2018, casi cuatro años después de que Iwao fuera puesto en libertad, en un hospital de la ciudad de Fukuoka tuvo lugar uno de los encuentros más tristes de la historia de la justicia penal japonesa. Dos ancianos octogenarios se volvían a encontrar después de casi 50 años. Iwao Hakamada, con una enfermedad mental severa fruto de sus casi 48 años en el corredor de la muerte esperando a ser ejecutado, visitaba del brazo de su inseparable hermana Hideko a Norimichi Kumamoto, el juez que le había condenado a muerte 50 años atrás. Dos personas destrozadas por una condena a muerte a pesar de que no se había llegado a producir ninguna ejecución. El juez, enfermo de cáncer y con un párkinson avanzado, acababa de sufrir un último derrame cerebral y yacía en la cama del hospital. Lo hizo llamar. No quería morir sin disculparse cara a cara con Iwao. Con lágrimas en los ojos, solo fue capaz de pronunciar su nombre dos veces: “¡Iwao, Iwao!”

Iwao llega a Hamamatsu acompañado de su hermana Hideko dos meses después de su liberación. 27 de mayo de 2014. Fotografía de Yumi Matsuda.
Iwao en casa de su hermana en Hamamatsu quince meses después de salir de prisión. Junio de 2015.

Mi hermano Iwao

Iwao, mi hermano pequeño, estuvo preso durante 47 años y siete meses por un crimen que no había cometido. El 24 de marzo de 2014 fue liberado después de que la corte tomara la decisión de reabrir su caso. Sin embargo, como los fiscales presentaron inmediatamente una apelación en contra de esa decisión y los procedimientos penales habían sido suspendidos, mi hermano todavía tiene la consideración penal de convicto condenado a muerte pendiente de un nuevo juicio.

Escribo estas lineas, cuando se cumple el 50 aniversario de los hechos y mi hermano Iwao cumple 80 años. Entiendo muy bien cuales son sus sentimientos. Fue erróneamente acusado de un crimen que no tenía nada que ver con él y ha sido tratado como un asesino condenado a muerte desde entonces. Ha convivido durante años con el miedo permanente a ser ejecutado. Puedo imaginarme como comenzó a crear un mundo propio para aislar su mente atormentada, convenciéndose a sí mismo de que el proceso había terminado y nunca iba a pasarle nada.

Éramos seis hermanos. Tres hombres y tres mujeres. Él era el más joven. Estaba separado de su mujer y tenía un hijo que vivía con mis padres al que visitaba todos los sábados. El día en el que ocurrió el crimen, él se encontraba solo en su habitación, así que no tenía coartada posible. Por eso la policía le señaló como sospechoso y le vigilaba insistentemente. Le seguían de forma continua, incluso cuando visitaba a su hijo en casa de mis padres.

Después de ser arrestado, fue interrogado durante días. A veces los investigadores le torturaban y ni siquiera le dejaban ir al lavabo. Colocaron un orinal en la habitación donde le interrogaban. En esos días, nosotros ni siquiera sabíamos la diferencia entre un proceso civil y uno penal, por lo que le pedimos a unos amigos que nos ayudaran a buscar un abogado.

Cuando nos enteramos de que había confesado el crimen, decidí ir a la comisaría de Shimizu con dos de mis hermanos y con el abogado. El abogado que pudo verle en persona, nos dijo que le había encontrado empapado en sudor. El detective que estaba escuchando nuestra conversación de repente se puso nervioso y dijo: “Sí, le hemos llevado a que le vea el médico”. Yo estaba muy preocupada por mi hermano.

Durante las investigaciones que hizo la policía, no teníamos otra manera de obtener información más que a través de la televisión. Estábamos siempre absortos, únicamente pendientes de los informativos. En las noticias, se referían a mi hermano como un exboxeador arruinado. Le describían como si fuera un monstruo. Tuvimos que permanecer encerrados casa. Nos era imposible salir. Todo el mundo a nuestro alrededor pensaba que mi hermano había sido el autor del crimen. Cada vez que las noticias decían: “El sospechoso niega su participación en el crimen” nos sentíamos destrozados.

Mi madre asistió a la mayoría de los procedimientos del primer juicio. Poco después, empezó a sentirse enferma y al poco tiempo no se podía levantar de la cama. El día que vimos en las noticias que mi hermano había confesado ser el autor del crimen, estábamos cenando temprano y mi madre murmuró que en adelante tendríamos que vivir de manera miserable. Al poco tiempo murió de un cáncer de estómago. Tenía 68 años. Era noviembre de 1968. A esto le siguió la muerte de mi padre en abril de 1969.

“Los años felices en el pueblo de Hamakita”.
De izquierda a derecha; su hermana mayor con su marido, otro hermano (agachado), Hideko e Iwao. Atami, hacia 1946.

Después de la muerte de mi madre, yo adopté su papel y empecé a mandar a mi hermano una carta de siete páginas casi cada día, como un diario. Le decía que me contactara cuando necesitase algo. Hasta noviembre de 1991 estuve recibiendo cartas de Iwao. Pero a partir de entonces, él dejó de responder a las mías. Cuando iba al centro de detención a encontrarme con él, le preguntaba por qué ya no me escribía. No estoy segura de si los guardias le dijeron que no escribiera, pero él me dijo que era mejor que no volviera escribir más. Yo me pregunté entonces si eso no sería una señal de que se estaba volviendo loco. Al poco tiempo empezó a decir cosas que no tenían sentido.

Cuando fue transferido desde el Centro de Detención de Shizuoka al de Tokio, donde estaba el cadalso, empecé a ir a visitarle junto con dos de mis hermanos. Después de que su sentencia fuera confirmada por la Corte Suprema, mi hermano fue enviado a una celda en el corredor de la muerte. Iwao se volvió extremadamente callado y, por primera vez, se quejó de las condiciones en las que estaba recluido diciendo: “Este sitio es terrible. Ni siquiera puedo abrir la puerta desde dentro”. Seis meses más tarde, en otra visita, mi hermano apareció corriendo en la habitación de las visitas y me dijo: “Ayer hubo una ejecución. Fue el preso que estaba en la celda justo al lado de la mía. Al salir de la celda me dijo ‘¡Cuídate mucho!’. Todo el mundo estaba en shock”. Yo estaba como ausente escuchando sus palabras. Me daba cuenta de que esto había sido un golpe tremendo para él.

Poco después, empezó a decir cosas sin sentido como que había algunos condenados a muerte que estaban liberando ondas electromagnéticas que le causaban picor y dolor. Yo le contesté: “Tienes hasta un baño especial, a lo mejor es bueno para ti”. También decía: “Mi comida contiene veneno”. O cosas como: “Me van a matar envenenándome”.

A partir de ese momento empezó a rechazar mis solicitudes de visita. Decía: “No tengo hermana. No tengo hermanos”. Sin embargo yo le seguí visitando todos los meses. Pensaba que era posible que cambiara de opinión.

En abril de 2001, el mayor de mis hermanos murió, seguido por el segundo, que murió en marzo de 2009.

He pasado 48 años trabajando tan duro como he podido para intentar probar la inocencia de mi hermano. Durante 48 años para mí no ha habido ni vacaciones, ni celebración de Año Nuevo, ni fiestas. El día que las pruebas de ADN probaron que no era el asesino sentí un alivio inconmensurable. Hasta el día de hoy, he vivido toda mi vida con la convicción profunda de que mi hermano es absolutamente inocente. 

En el momento de escribir esto han pasado dos años desde que empecé a vivir con mi querido hermano y 50 desde que ocurrió este incidente, pero nadie nos va a devolver el tiempo perdido.

Mi hermano todavía tiene una barrera emocional, y yo creo que está tratando de hacer todo lo posible para vivir. Su corazón está lleno de gritos de inocencia. Muchas gracias por escucharme.

Hideko Hakamada

Carta leída en el VI Congreso Mundial Contra la Pena de Muerte celebrado en Oslo en junio de 2016.
Iwao Hakamada. Junio de 2015.

2 de febrero de 1967

“Madre, dicen que la vida consiste en caerse siete veces y levantarse una octava vez. Estoy seguro de que llegará el día en que volveremos a reírnos todos juntos como antes.”

26 de Enero de 1973

“Soy inocente. Estoy condenado a muerte por un crimen que no cometí. Tengo que luchar con tristeza contra la depresión que se extiende por todo mi cuerpo. Debo seguir viviendo. Hay momentos en los que el miedo infinito por no saber cuándo ni cómo será mi ejecución me dejan el corazón helado. Con una frialdad que no hay manera de describir. También hay momentos en que me tiembla todo el cuerpo como cuando sopla viento frío del invierno sobre los árboles con hojas secas.

Hay momentos horribles en los que ya ni siquiera puedo fiarme de ninguno de mis cinco sentidos. Sin embargo, tengo que ganar. No creo que la decisión que se deba tomar con respecto a mi vida sea el tratarme como algo tan indefenso como un huevo arrojado contra una piedra.”

Iwao Hakamada

Cartas desde prisión a su madre y a su hermano.
Guantes de boxeo en casa de Iwao e Hideko Hakamada. Regalo del excampeón mundial de peso pluma japonés Shinsuke Yamanaka. Hamamatsu, junio de 2015.

2 de febrero de 1989

“¡Hey, Sr. Carter! ¿No es grandioso que haya sido liberado? ¡Felicidades! ¡Apuesto a que no perdió su gran pasión por el boxeo durante su largo encarcelamiento!”

“Usted y yo hemos mantenido una pasión similar por el boxeo y no hay duda de que su espíritu de lucha fue la espléndida fuerza impulsora que demostró su inocencia.

También a mí un círculo de personas comprometidas con la justicia me dan la fuerza necesaria para creer que el amor y el buen juicio de los japoneses (que no son inferiores al pueblo estadounidense), harán todo lo posible para que pueda seguir sus pasos. Desde lo más profundo de mi corazón, le ruego humildemente (con la confianza que me da estar en circunstancias muy parecidas a las suyas) que en el futuro pueda apoyar nuestra lucha aquí en Japón para demostrar mi inocencia.”

Iwao Hakamada

Carta escrita en 1989 a Rubin “Hurricane” Carter, el boxeador estadounidense que fue condenado por triple asesinato en 1966 y fue encarcelado durante 20 años antes de ser exonerado por un juez federal en 1985.