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5. Irán

La pedagogía del terror

Irán es el país del mundo con más ejecuciones en relación al número de habitantes. Según los datos de la organización Iran Human Rights, solo en 2017 fueron ejecutadas 517 personas. Más de una al día. Cinco de ellas por crímenes cometidos cuando eran menores de 18 años. Irán es también el país que más menores ejecuta. Los datos oficiales sobre la aplicación de la pena son difusos e incompletos. De hecho, solo un 40% de las ejecuciones son anunciadas públicamente.

El sistema judicial que se estableció al triunfar la Revolución islámica en 1979, generalizó la aplicación de la pena de muerte. Se crearon para ello los Tribunales de la Revolución, tribunales temporales diseñados para juzgar a los miembros del antiguo régimen. Sin embargo siguen operando hoy y son los responsables de la mayoría de las sentencias de muerte dictadas desde entonces. Los casos de activismo político o civil así como los relacionados con las drogas, son procesados por estos tribunales, que no se caracterizan ni por su imparcialidad ni por su independencia. Sus jueces, considerados representantes de Dios en la tierra, toman decisiones arbitrarias según sus propias conjeturas y basándose en confesiones obtenidas bajo tortura.

En estos juicios no se permite a los abogados de la defensa estar presentes durante la instrucción. Ni tienen después acceso a los documentos ni a las sentencias. Tampoco les es fácil presentar apelaciones. En delitos que afectan a la seguridad nacional, ni siquiera se puede escoger un abogado libremente, solo se puede optar por uno de los pocos que el sistema judicial autoriza.

El Código Penal iraní está basado en los preceptos del Islam. Y aunque el Corán promulga el principio básico de que todo ser humano tiene derecho a la vida, este contempla una excepción: la pena de muerte estará permitida cuando un tribunal autorizado así lo exija. En Irán esto ha supuesto que, en realidad, se castigue con la pena capital un gran número de delitos. Según la sharía, estos se dividen en tres categorías: Tazirat (delitos de tráfico y consumo de drogas a los que se deben la mayor parte de las condenas de muerte de los últimos años, ya que hasta diciembre de 2017 la ley castigaba con muerte la posesión de más de 30 gramos de heroína); Qisas (crímenes con resultado de muerte) y Hudud (crímenes graves en contra del Islam que se castigan con penas prescritas en el Corán). Esta última categoría castiga con pena capital el adulterio, el incesto, la violación, la sodomía, el insulto al profeta Mahoma o a otros grandes profetas y el robo reiterado.
También otros delitos tan imprecisos como el de ‘enemistad con Dios’ o el de ‘corrupción sobre la tierra’ que se utilizan no para castigar sino para reprimir cualquier actividad de la oposición política o religiosa, como la de las minorías kurdas o la de los bahaís, así como para evitar cualquier intento de activismo o crítica sobre las violaciones de derechos humanos.
El Código Penal iraní dictamina también que la mayoría de edad penal es de ocho años y nueve meses para las niñas y de catorce años y seis meses para los niños. Al llegar a esta edad, las personas son consideradas responsables de sus actos y pueden ser condenadas a muerte. Y aunque el uso de la pena capital contra personas que eran menores en el momento de cometer el delito está terminantemente prohibido por el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP) y por la Convención de la ONU sobre los Derechos del Niño, tratados ambos firmados por Irán, las autoridades de este país siguen ejecutando a menores y se calcula que en 2017 había más de 150 esperando su ejecución.

A este respecto hay algunas mejoras introducidas en el Código Penal de 2013. La ejecución juvenil quedó abolida para los crímenes tazirat y los condenados por crímenes hudud o qisas tienen la posibilidad de evitar la ejecución si el juez considera que el menor no tenía la madurez mental suficiente en el momento del crimen. Aunque esto puede considerarse un avance, la ambigüedad del término ‘madurez mental’ y de los medios para determinarla sigue poniendo a los menores en riesgo de ser considerados penalmente responsables. Ocurre en muchos casos que los jueces, después de dictar su sentencia, les hacen esperar en la cárcel hasta que cumplen los 18 años para ser ejecutados. Esto, lejos de aliviar su condena, les añade una pena suplementaria, ya que se les mantiene confinados en el mismo lugar y en las mismas condiciones que a los presos adultos, ya sean delincuentes comunes, presos políticos o asesinos violentos. A esto se suma el hecho de que las prisiones se encuentran en condiciones deplorables de salubridad, con una alimentación indigna y sin atención médica.

La mayoría de los menores condenados a muerte lo son por delitos de sangre o qisas. El Código Penal iraní no especifica que el asesinato esté penado con la muerte, las condenas en estos casos responden a la atávica aplicación de la Ley del Talión, ley por la que el castigo impuesto debe ser equivalente a la ofensa cometida. Irán trata la resolución de este tipo de crímenes como una disputa civil entre las dos partes. El único papel de la administración es ser garante del cumplimiento de la voluntad de la familia de la víctima, que tiene la opción de ordenar la ejecución del condenado o de perdonarle la vida con la posibilidad de recibir a cambio una compensación económica acordada entre las familias, el diyah o dinero de sangre.

En los últimos años ha surgido el llamado Movimiento del perdón que alienta a las familias de las víctimas de asesinato a elegir el perdón del agresor en lugar de la muerte. Este movimiento ha crecido considerablemente en los últimos años y aunque ha conseguido evitar ejecuciones, no parece razonable que la responsabilidad de perdonar o no a los condenados quede al albur de la parte ofendida, que en muchos casos convierte su sentencia en una terrible venganza. También ha aumentado la cantidad de dinero que las familias piden a cambio del perdón, lo que discrimina a los más pobres que no tienen posibilidad alguna de reunirlo. Ningún Código Penal moderno atribuiría a la familia más cercana de una víctima la plena potestad de decidir si ejecuta o salva a su agresor. Menos aún a cambio de dinero.

5.1. Los menores

La condena a muerte de un menor, termine en la horca o no, supone un martirio inimaginable que comienza con la búsqueda de abogados que se atrevan a hacer una defensa efectiva de su causa. Ya que la reivindicación de los derechos humanos en irán termina pagándose con hostigamiento, tortura, cárcel e incluso con la vida

Mohammad Olyaeifard y Hossein Raeesi, abogados penalistas iraníes, pasean por Toronto, donde viven exiliados. Canadá, 2018.

Mohammad Olyaeifard

Me hice abogado para defender a los más vulnerables. En los diez años que pude ejercer, defendí a menores, mujeres, a acusados de crímenes políticos y a miembros de minorías étnicas y religiosas. Lo he pagado muy caro, con mi salud física y mental y con el exilio. Fui encarcelado un año por criticar ante la prensa la ejecución de Behnoud y acusar al gobierno de incumplir sus compromisos internacionales en materia de derechos humanos. En 2011, poco después de abandonar la prisión, una nueva amenaza de cárcel me empujó a exiliarme a Canadá.

En dos ocasiones me he enfrentado a una ejecución. La primera vez fue porque acudí a la cárcel a consultar uno de mis casos. Al entrar en Evin, me sorprendió ver a un grupo de siete u ocho personas rezando en una zona que no era un lugar de oración sino un lugar de paso. Les pregunté: “¿Qué hacéis? ¿Por qué estáis rezando aquí en medio?” Me explicaron que era su última plegaria a Dios para pedir su perdón.

Después entré a hacer mis asuntos y me olvidé. Alrededor de una hora más tarde, al salir, me tropecé con un remolque que cargaba los cadáveres de los que antes había visto rezar. Me quedé trastornado. Pensé: ¡Qué fácil es ejecutar! Llegué a casa temblando y me tuve que tumbar tapándome con una manta. Estaba descompuesto. Temblaba sin parar y no podía quitarme la imagen de la cabeza.

La segunda vez fue la ejecución de Behnoud. Su historia es igual a la de muchos otros menores. Acababa de cumplir 17 años cuando fue detenido en 2005 acusado de una muerte durante una trifulca callejera entre chicos en un parque público de Teherán. Intentó mediar entre un amigo y un chico llamado Eshan. Este último empezó a insultar a su madre, muerta cuando Behnoud tenía diez años y él, encolerizado, agarró una botella de vidrio rota y se la clavó en el pecho antes de huir. Al contar lo sucedido en casa, fue su padre el que le entregó a las autoridades.

Cuando el abogado Mohammad Mostafaei y yo nos hicimos cargo de su caso, Behnoud llevaba ya más de dos años en prisión. Ya estaba condenado a muerte y no pudimos hacer nada. Lo único que conseguimos fue retrasar su ejecución. Su familia había cometido dos errores fatales: uno fue el pensar que por ser menor de 18 años no le iban a ejecutar. El otro fue que contrataron a una abogada que no se tomó en serio el caso y debido a esto le condenaron a muerte.

Nosotros basamos la defensa en demostrar que había defectos y ambigüedades en el caso. La primera cuestión que planteamos fue que los testigos habían afirmado ante el tribunal que Behnoud había asestado un solo golpe en el torso del chico. Sin embargo el informe del médico forense indicaba que se infligieron dos golpes a diferentes distancias. En consecuencia, dado que era una pelea de grupo y que el acusado había huido después de haber asestado un único golpe, era muy posible que se hubieran utilizado dos armas y que otra persona estuviera implicada en el asesinato. Otro argumento en su defensa fue que era un joven de 17 años, carente de pensamiento maduro y de desarrollo intelectual completo, que básicamente ni siquiera conocía a la víctima, y que no tenía antecedentes previos ni intención de cometer el asesinato; fue un accidente. Pero nada de esto se tuvo en cuenta.

Mohammad Olyaeifard. Abogado defensor de Behnoud Shojaee. Toronto, 2018.

Hubo otra cosa que no nos favoreció. Este caso provocó una enorme movilización de activistas, estudiantes, deportistas de élite y artistas dentro del país que generó una gran presión internacional para tratar de evitar la ejecución. La Unión Europea y el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos emitieron sendas declaraciones acusando a Irán de incumplir sus obligaciones internacionales y exigiendo la revocación de la sentencia de muerte. Amnistía Internacional también publicó una declaración denunciando la condena. Por eso, cuando fuimos a pedirle a la familia de la víctima que le perdonara, el ambiente estaba muy crispado y no conseguimos convencerles. Anteriormente, tres personas muy conocidas de la industria cinematográfica iraní, habían ido a su casa y les habían convencido de que perdonaran a Behnoud a cambio de una gran compensación económica. Llegaron a abrir una cuenta conjunta para ayudar a recaudar dinero para el diyah, pero después, inesperadamente, fueron denunciados por los padres de la víctima que se sintieron humillados por toda esa movilización en favor de Behnoud. El poder judicial congeló la cuenta bancaria, convocó a los artistas y les amenazó con encarcelarles acusándoles de malversación.

Behnoud paso cuatro años y medio en la cárcel antes de ser ejecutado. Uno de sus compañeros describió las condiciones en la prisión como un infierno, sobre todo para los menores, que se enfrentan a todo tipo de hostigamiento por parte de los otros reclusos y de los funcionarios, así como al peligro de contraer enfermedades como el sida o la adicción a las drogas. A Behnoud le definía como un chaval tímido y callado, que a diferencia de muchos, casi nunca lloraba. Rezaba todos los días. Tenía un libro de oraciones que se había vuelto amarillo de tanto usarlo. Todos le tenían cariño.

Llegó a estar delante de la horca en tres ocasiones. Vio morir a catorce personas. Tuvo cinco fechas de ejecución que fueron finalmente aplazadas el día anterior, cuando estaba ya en régimen de aislamiento en las celdas de la prisión de Evin esperando a ser ahorcado. La sexta fue la definitiva. En una de sus últimas entrevistas, la activista Saba Vassefi le preguntó si le gustaría que la ejecución fuera pospuesta nuevamente, a lo que él respondió: “Realmente ya no quiero que se posponga. Pero me gustaría que la madre de Ehsan fuera una madre para mí. Sé que ha perdido a su ser más querido, sé que eso supone un gran sufrimiento, pero me gustaría que piense que yo no tenía ninguna intención de hacerlo. He estado en la cárcel desde los 17 años. No he tenido madre desde niño, he sufrido mucho. He pasado cuatro años y medio encerrado, rodeado de criminales. Juro por Dios que el castigo que he sufrido es suficiente para toda una vida y deseo que incluso mi peor enemigo no termine nunca en un lugar como este. Quiero decirles, desde el fondo de mi corazón, que seré su esclavo por el resto de mi vida. Sé que pido mucho, sé que perdonar es algo muy difícil, pero si cualquier demandante tuviera que permanecer en la cárcel tan solo una semana, no solo perdonaría, sino que haría que todos los demás también perdonaran”.

Behnoud Shojaee

Behnoud fue ejecutado a los 21 años de edad el 11 de octubre de 2009 por un crimen que había cometido cuando tenía 17 años. Yo, Mohammad Olyaeifard, y mi colega, Mohammad Mostafaei, que éramos sus abogados, estuvimos presentes. El día de su ejecución, cuando llegamos a la cárcel aún era de noche. Las ejecuciones en Evin se llevan a cabo siempre antes del amanecer, lo que hace la situación aún más tétrica. Daba miedo. Fuera había más de 200 personas rezando y pidiendo el perdón para Behnoud. Después de aproximadamente una hora, aparecieron los padres y los hermanos de la víctima. La multitud se volvió hacia ellos para tratar de convencerles con sus súplicas de que reconsideraran la ejecución.

Poco después las puertas de la prisión se abrieron y tras una pausa en una pequeña estancia nos llevaron a la sala de ejecuciones. Estábamos presentes los padres y los hermanos de la víctima, un médico, el fiscal, un fotógrafo, otros funcionarios de prisiones, Mostafaei y yo. Al llegar le dije al fiscal: “¿Cómo puedes permitir que esto ocurra? ¡Es la ejecución de un menor!” Entonces fue a solicitar de nuevo el perdón a la familia de la víctima, pero estos se negaron una vez más. La madre dijo que no tomaría una decisión definitiva hasta que la soga no estuviera en el cuello de Behnoud. Al momento trajeron al chico. La madre de la víctima tenía ya la mano sobre la palanca que liberaba las cuatro ruedas que harían que el banco metálico sobre el que colocarían a Behnoud se desplazara y quedara colgado. En ese momento me acerqué a ella, puse mi mano sobre la suya y le dije: “No lo hagas. Te vas arrepentir de esto y te va a crear un dolor y un resentimiento que te van a acompañar el resto de tu vida”. Pero ella de un manotazo me apartó la mano y volvió a poner la suya en el mismo sitio. Entonces el fiscal llamó al padre y le dijo que él también tenía la obligación de poner la mano sobre la palanca. Tenían que ser las dos manos las que accionaran juntas el mecanismo.

Behnoud Shojaee. Fotografía distribuida por Amnistía Internacional denunciando su ejecución.

Yo miré a Behnoud y le dije: “¡Inténtalo por última vez. Ve a pedirles una vez más que te perdonen!” Los guardias se lo permitieron y Behnoud se tiró a los pies de la mujer y acariciándoselos, le dijo que él nunca había tenido madre. Le suplicó que fuera una madre para él y le perdonara. Ella no cedió. Seguidamente le colocaron sobre el banco y le pusieron la soga alrededor del cuello. Ahora sí, el hombre y la mujer presionaron con decisión la palanca. Fue un verdadero acto de odio y de venganza.

Cuando Behnoud quedó colgado oscilando como un péndulo, nos miramos un instante. Su cara cambió totalmente en cuestión de segundos. Murió enseguida. Estaba preparado para morir rápidamente. Había pasado cuatro años esperando ese momento. Nunca olvidaré esa mirada. Luego le bajaron y le hicieron unas fotos. Salimos. La gente fuera lloraba y abrazaba a los familiares de Behnoud. Marché a casa. Tuve fiebre alta durante las siguientes 24 horas.

Así es el procedimiento. Está diseñado para que la familia se vengue, es el propósito de todo esto. En Irán no hay justicia. No fue la familia de la víctima la que ejecutó a Behnoud, ellos solo fueron el medio empleado por el Poder Judicial para hacerlo.

Hossein Raeesi

Algo que ocurrió estando en la universidad me llevó a convertirme en un activo defensor de los derechos humanos para siempre. Estudiaba segundo en la Facultad de Derecho de la ciudad de Shiraz. Tendría unos 22 años y estaba haciendo un trabajo sobre la rehabilitación de los presos después de cumplir sus penas. Por entonces era muy difícil conseguir un permiso para entrar en la cárcel. Como en Adelabad, la prisión de Shiraz, no me autorizaron a entrevistar a los reclusos, decidí intentarlo en los juzgados. Me permitieron acceder a los calabozos donde los presos esperaban para ser presentados ante el juez. Uno de los días, coincidí con un hombre al que habían condenado a cumplir una pena de 70 latigazos por un pequeño hurto. Le pregunté qué era preferible según su criterio, ¿recibir 70 latigazos o pasar un año en prisión? Él contestó: “A veces es peor recibir 70 latigazos. Porque dependiendo de lo fuerte que sean y del oficial que los administre, pueden dejarte lesiones en la espalda, en el corazón o en los riñones de por vida”.

Entonces apareció un oficial, cerró la puerta, me ordenó que me quedara en la habitación y dijo: “Este hombre va a recibir su castigo”. Yo protesté: “Perdone, pero yo no quiero estar aquí. No quiero ver esto”. “No puede ser –afirmó él– las puertas están cerradas y ya nadie puede salir”. Me quedé en un rincón. Trajeron una cama de hierro, ataron las manos y las piernas del reo y como no están autorizados a golpear en la cabeza le dijeron que no la moviera. El oficial empezó a azotarle. Era pura tortura. Cuando llevaba 25 latigazos, de pronto, se detuvo y dijo: “He olvidado cuántos llevaba, así que tengo que volver a empezar”. “¡No, no! -le dije- ¡Yo sé cuántos lleva!”. Él replicó: “¡Cállese! Usted no está autorizado a decir nada”. Y volvió a empezar. Lo más increíble fue que, desafortunadamente, el oficial que daba los latigazos era un compañero de clase. Cuando me di cuenta le dije: “¿Qué haces tú aquí?” Me contestó: “¿Qué pasa? Soy policía”. “¿De verdad? ¡Y nunca lo habías dicho!” “Pues sí –afirmó– soy policía y también estudio Derecho”.

Le perdí la pista cuando nos graduamos. Hace poco tiempo me encontré con otro de mis compañeros de clase aquí en Toronto y me dijo: “Sabes, ¿Te acuerdas de aquel compañero?” Me contó que hasta hacía poco era juez en Teherán y que recientemente le habían acusado de haber aceptado un soborno, lo que le costó la expulsión de la judicatura. Tengo que decir que me alegré.

Al graduarme puede decirse que me convertí en un abogado que defendía los derechos humanos pero, por supuesto, eso no era lo que ponía en mi tarjeta de visita. Simplemente ponía abogado penalista. Desde el principio empecé a llevar casos de menores, de mujeres, de presos políticos y de minorías religiosas. Para familias muy pobres lo hacía altruistamente. Siempre he pensado que estos casos no se deben cobrar.

Hossein Raeesi. Abogado iraní especializado en casos de derechos humanos. Toronto, 2018.

Ejercí mi profesión en Irán durante 20 años, y no fue fácil. Muchos de mis compañeros fueron encarcelados. Yo era un miembro importante del Colegio de Abogados y trabajaba como profesor en la universidad. Animaba a mis alumnos a que tuvieran el coraje de aceptar este tipo de casos. A las autoridades no les gustaban mis métodos de enseñanza. Me detuvieron y me interrogaron en muchas ocasiones. Irán es una teocracia y sus jueces son considerados representantes de Dios en la tierra. Cualquier penalista, habrá escuchado como el juez, después de pronunciar el veredicto, se dirige al condenado a muerte para decirle: “Hemos resuelto el caso del crimen que ha cometido. Ahora, solo si Dios le perdona el resto de sus pecados, podrá escapar del infierno”.

Según ellos, si no estás de acuerdo con que los homicidios se castiguen con la muerte, estás en contra del Islam. Solo por esto pueden encarcelarte. Yo les decía que mis prácticas estaban basadas en el sistema legal y en el Código Penal iraní: Respeto la ley y trato de buscar soluciones dentro de la legalidad. Cada día tenía que enfrentarme a jueces, a oficiales, a veces incluso a mis propios clientes y ayudantes o a otros abogados. Presionaba a los tribunales con el argumento de que tenían que acatar los tratados internacionales que habían firmados. El artículo nueve del Código Civil iraní dice: Todas las convenciones internacionales que el gobierno iraní suscriba se convierten en leyes iraníes que hay que practicar y no debemos tener leyes en su contra. Estos tratados prohíben la ejecución de menores y yo me agarraba a eso.

Al final me tuve que marchar. Corría peligro y mi mujer y mis dos hijos sufrían enormemente. Desde Canadá sigo trabajando para llevar la justicia a Irán, ese es mi sueño: llevar la justicia, educar en justicia, hablar sobre justicia y practicarla. Para todos y en cualquier lugar del mundo.

El ejercicio de mi profesión me llevó a ver que el perfil social de los que terminaban siendo ejecutados respondía a un patrón muy claro: gente sin estudios y sin recursos. En casos de menores el problema era aun más evidente. La mayoría de las ejecuciones de menores lo son por delitos de sangre o qisas en los que es la familia de la víctima la que decide si el culpable debe morir y pagar el crimen con su vida o puede saldar su deuda pagándoles una compensación económica. Si perteneces a una familia rica y tienes relación con el imán de tu mezquita, entonces tienes grandes contactos y el sistema del perdón va a funcionarte muy bien. En cambio si eres de una familia pobre, no solo no tienes dinero, tampoco tienes un buen abogado ni contactos que te apoyen. Esto no es justicia. Yo no reniego del sistema del perdón porque ha conseguido salvar vidas, pero no es correcto. La justicia debe ser igual para todos. Muchas veces una paradójica discriminación de género se suma a la social. Por un lado por que la mayoría de edad es mucho más temprana para las mujeres y por otro porque la vida de una mujer vale la mitad que la de un hombre en términos de dinero de sangre o diyah. Si la víctima y el culpable son del mismo lugar, la familia del fallecido puede además de pedir dinero, exigir al condenado que abandone el pueblo. Esto no es justicia. Esto es exactamente venganza. Creo que pedir a las familias que perdonen está bien, pero después es el juez el que debería imponer una pena de tiempo razonable de 20 o 25 años, en vez de hacer que la familia de la víctima tenga que pagar dinero y abandonar su casa.

Otro problema añadido es que cuando los menores quedan en libertad tras ser perdonados, normalmente han pasado por años de cárcel sometidos a todo tipo de violencia y a la angustia de haber visto postergada su ejecución varias veces. No han tenido programas de educación ni de formación. Y al salir nadie se va a ocupar de ellos. Tienen problemas mentales, no tienen dinero ni oportunidades de trabajo, no tienen familia que les pueda mantener. O esta les odia y les abandona por haber cometido algún crimen horrendo. Necesitan ayuda.

El caso de Ali S.

Prefiero no decir mi nombre real ni mostrar la cara. Me juego la vida.

Mi amigo murió el 21 de octubre de 2006. Éramos amigos desde la infancia, él sabía que yo tenía miedo a la oscuridad y me retó a que entrara en un jardín abandonado al anochecer a buscar un balón. Mi abuela me había contado que por la noche en esos jardines había espíritus y que eran peligrosos. Por eso llevaba un cuchillo en la mano cuando entré. Estaba dominado por el miedo. No sabía que mi amigo había entrado antes y estaba escondido bajo una sábana para darme un susto. Cuando llegué junto a la pelota se levantó, y yo, presa del pánico, ataqué con mi cuchillo al fantasma y salí corriendo sin mirar atrás. Murió desangrado. Al día siguiente volví y cuando vi lo ocurrido decidí enterrar a mi amigo y no contárselo a nadie. Estuvo 22 días bajo tierra. Con el frío del invierno se conservaba bien. Pero yo tenía un cargo de conciencia enorme. Entonces se me ocurrió simular que me había encontrado el cadáver en el jardín. Yo mismo fui a la policía a contarlo. Pero los oficiales empezaron a dudar de mí desde el principio.

Cuando me detuvieron tenía exactamente 16 años y 12 días. Comenzaron a interrogarme y a decirme que tenía que confesar. Me esposaron. Me colgaron de una barra y con un cable empezaron a darme latigazos desde los pies hasta la cabeza. Me provocaron heridas por todo el cuerpo y un hombro se me dislocó. Me sometieron a esta tortura 67 días. Siempre lo mismo: me colgaban esposado y me pegaban con el cable. No pude contratar a un abogado porque la ley entonces no lo permitía.

Poco después me llevaron a juicio. Toda la familia de mi amigo estaba ahí. Estaban tan enojados que incluso me pegaban durante la sesión. Me refiero a que físicamente me pegaban. Y me insultaban. Los jueces también eran violentos. Pero su violencia era solo verbal.

En prisión me juntaron con asesinos, con presos comunes, con traficantes y con algún preso político. Entre los reclusos había violencia de todo tipo, también sexual. Había drogas y toda clase de peligros. Se pasaba muy mal. Los menores éramos los más indefensos. Las celdas en invierno eran heladoras y en verano te morías de calor. La comida era terrible. Solo nos daban soja. La soja que se da a los animales. Tenía mucha arena y no se podía comer. No había higiene. Los aseos estaban sucísimos, nunca los limpiaban y el servicio médico era desastroso. La gente se moría allí mismo. Solo podías ir una vez cada quince días a la enfermería. Y por la noche únicamente si te estabas muriendo.

Siempre lo mismo: me colgaban esposado y me pegaban con el cable. No pude contratar a un abogado porque la ley entonces no lo permitía.

Cada vez que fijaban mi ejecución tenía derecho a ver a mi familia por última vez para despedirme. Ellos me contaban las movilizaciones que estaba habiendo a mi favor. Esto me daba fuerza y esperanza. Sabía que surtían efecto.

Me condenaron a muerte un año después, en diciembre de 2007. Pero mi primera fecha de ejecución no fue hasta 2013. Tenía 23 años. Un mes antes te meten en unas celdas especiales para los que van a morir. Tienen cinco o seis metros de largo. El retrete está dentro y la limpieza en ellas es cercana a cero. Están muy sucias. Los reclusos estábamos en condiciones inhumanas. A esto se sumaba nuestra depresión y desesperanza. Tuve mucho estrés y mucho miedo. Al final se aplazó. He tenido cinco fechas de ejecución. Una vez llegué a ir hasta el patíbulo pero no llegaron a ponerme la soga al cuello. Ese día ejecutaron cinco o seis personas delante de mis ojos. Otra vez estuve en la celda con otros cinco o seis y les ejecutaron a todos menos a mí. En total he vivido la ejecución de unas veinte personas. La última vez fue la peor. Había perdido la esperanza y pensé que iba morir.

Cada vez que fijaban mi ejecución tenía derecho a ver a mi familia por última vez para despedirme. Ellos me contaban las movilizaciones que estaba habiendo a mi favor. Esto me daba fuerza y esperanza. Sabía que surtían efecto.

La reforma del Código Penal de 2013 me ayudó mucho. Según esta, si se comprobaba que no tenías la madurez suficiente cuando cometiste el delito, no te podían condenar a muerte. Cuando se fijó mi primera fecha de ejecución, yo mismo escribí una solicitud para que lo tuvieran en cuenta y mi ejecución se suspendió. Pero los forenses dijeron que no podían comprobar mi madurez pasados tantos años. Volvieron a juzgarme y declararon que al no quedar probada mi inmadurez, tenía que ser condenado. Fijaron mi segunda fecha de ejecución para el 1 de agosto de 2015, pero debido a la presión internacional, después de pasar más de un mes en la celda de aislamiento volvieron a retrasar mi ejecución, que quedó fijada para el 28 de noviembre de ese mismo año. Una vez más, dos días antes de la ejecución, la volvieron a aplazar a agosto de 2016, debido a la presión pública. Entonces fue cuando una asociación benéfica se hizo cargo de mi caso. Me buscaron un abogado que consiguió una vez más que me concedieran un nuevo juicio. Se celebró en noviembre de 2016. Me volvieron a declarar culpable, argumentando que el hecho de que enterrara a mi amigo para ocultarlo probaba que era consciente de mis actos. Pero para entonces, esta asociación había conseguido convencer a la familia de mi amigo de que me perdonaran. Salí en abril de 2017. Hubo que pagar mucho dinero, 350 millones de tomanes, unos 70.000 euros. Hicieron una campaña que recaudó 200 millones. El resto lo pusieron entre todos mis familiares, unos 150 millones más.

Siempre entendí el dolor de los padres de mi amigo y que pidieran mi ejecución. Pero creo que lo he pagado bien caro. He sufrido mucho y quizás no merecía haber pasado por tanto. Ahora trabajo en el mercado vendiendo pescado. No tengo pareja. Necesitaría un buen trabajo y una casa y no tengo ninguna de esas cosas. Todos mis antiguos amigos me han abandonado. Solo tengo uno, un compañero del colegio con el que me he reencontrado. La gente que conocí en la cárcel son mis nuevos amigos. Llevo ya un año libre y no tengo mucha confianza en el futuro. Llamadme Ali S. Prefiero no decir mi nombre real ni mostrar la cara. Me juego la vida.

5.2. Marina Nemat

Durante los diez años siguientes al triunfo de Jomeini, hay indicios de que más de 40.000 presos políticos o de conciencia fueron ejecutados. Muchos eran menores. Aunque las ejecuciones han disminuido, la situación de los derechos humanos sigue siendo crítica

Marina Nemat en la sede del Centro Canadiense para Víctimas de la Tortura. Toronto, 2018.

Tenía 13 años cuando en 1979 triunfó la Revolución islámica. Vivíamos en Teherán. Mi padre era profesor de baile y mi madre peluquera. Mis abuelas, las dos casadas con iraníes, eran rusas cristianas que habían escapado de Rusia con la revolución. Tuve la infancia normal de una niña de clase media. Me gustaba leer, montar en bicicleta, jugar al baloncesto y la música de los Bee Gees. Pasábamos los veranos a orillas del mar Caspio.

Cuando triunfó la revolución todo cambió. El baile se prohibió, por lo que mi padre tuvo que cerrar el estudio y empezó a trabajar como traductor. Mi madre dejó el salón de belleza y se retiró. No podíamos ir a ningún sitio porque había manifestaciones y tiroteos por toda la ciudad. El colegio cerró por un tiempo. Yo estaba en el último curso de secundaria. Era un colegio de chicas con muchos años de tradición. Mi madre había ido a ese mismo colegio. Pertenecía a los zoroástricos y muchas estudiantes profesaban esa religión, pero la mayoría eran musulmanas. Cristianas, entre las que me encontraba yo, muy pocas. Cuando a los tres meses volví al colegio empecé a darme cuenta de que todas esas chicas que antes me parecían tan guais y que organizaban las fiestas a las que me estaban empezando a invitar, ahora hablaban de justicia social, de Marx, de Lenin y de la revolución. Eso fue fascinante para mí. Porque durante la época del Sha no se hablaba de nada parecido. Al menos yo. Mi familia no hablaba de política. Entre las chicas había tres grupos. Unas apoyaban la revolución. Otras apoyaban a los muyahidines. Eran musulmanas y cubrían sus cabezas con el hijab pero combinaban las ideas del marxismo con el islamismo. El tercer grupo eran las marxistas. Yo tuve que empezar a pensar a cuál de estos tres grupos me iba a unir. No había opción. Era el orden social del colegio. Las marxistas estaban muy bien organizadas. Hacían sesiones de lectura con discusiones y puestas en común a la hora de comer. Era fascinante. Nunca me sentí atraída por los muyahidines, eran islamistas y yo era cristiana. Los que más me interesaban eran los marxistas. En esos días, llegó una nueva directora al colegio. Tendría unos 18 años, llevaba por supuesto hijab y era miembro de la Guardia Revolucionaria. Era muy severa en su comportamiento y en su trato. Un día nos llamó a las pocas bahaís y cristianas que quedábamos. Y nos dijo: “Este es un colegio religioso. No tenéis obligación de asistir a la catequesis islámica, pero debéis ir a vuestra iglesia y traerme una carta en la que diga que estáis yendo a vuestra catequesis”.

Mi problema era que en la iglesia rusa ortodoxa de Teherán no había cura. Había muerto hacía diez años y la Unión Soviética no enviaba sacerdotes. Mi madre preguntó entre sus amigas y me mandó a una iglesia católica cerca de casa. No era ortodoxa, pero ellos aceptaron. Así que al menos dos veces a la semana iba a catequesis y a misa. Después, en el colegio, me juntaba con las marxistas.

Pasó un año, cumplí catorce y decidí que me quedaba con Dios mejor que elegir la no existencia de Dios. Me atraía la idea de socialismo y justicia, yo creo que eso era herencia de mi abuela, pero necesitaba un Dios que estuviera por encima de todo. Empecé ir a misa todos los días y me convertí en una persona muy devota. Fue entonces cuando la situación empeoró. La directora nos vigilaba de cerca. Poco a poco fueron reemplazando a nuestras profesoras por fanáticas del Islam. Las clases se convirtieron en propaganda y eso me indignaba. Solo la profesora de química era buena. Entonces empecé a protestar, no porque formara parte de ningún grupo político, simplemente porque yo quería que la clase de física fuera de física y la de cálculo de cálculo y no propaganda religiosa. Cuando protesté me expulsaron de clase y muchas de mis compañeras salieron detrás de mí por solidaridad. Hubo una huelga y a mí me consideraron la cabecilla. Ese fue mi delito.

En la primavera de 1981 empezaron a detener a gente. Y la cárcel de Evin empezó a llenarse de jóvenes. Yo estaba en la lista negra de mi directora y debido a eso la noche del 15 de enero de 1982, fueron a mi casa y me detuvieron.

Cuando entré en Evin, me metieron en una sala con los ojos tapados. Mi interrogador, Ali, quería información de la amiga de una amiga a la que yo solo había visto una vez. Era una chica marxista. Yo no tenía idea de donde estaba. No sabía su apellido ni su teléfono. Si lo hubiera sabido se lo habría dicho incluso antes de ser torturada porque no pensaba que tuviera ninguna información secreta que ocultar. Por supuesto bajo tortura habría confesado lo que fuera. Pero no tenía nada que decirle.

Cuando protesté me expulsaron de clase y muchas de mis compañeras salieron detrás de mí por solidaridad. Hubo una huelga y a mí me consideraron la cabecilla. Ese fue mi delito.

Entonces, otro hombre llamado Hamed, me ató a una cama y comenzó a azotarme las plantas de los pies con un cable. Se apostaron cuántos latigazos podría soportar. Supusieron que no pasaría de diez. Me dieron 16 antes de que me desmayara. Es un dolor insoportable que te destroza el cerebro. Mi interrogador, Ali, me desató y me llevó a una celda. Los pies me dolían mucho y estaban terriblemente hinchados. Me preguntó: “¿Necesitas algo?” ¡Era increíble! Me habían dado una paliza tremenda delante de él y ahora me estaba preguntando si necesitaba algo.

Pocos días después me sacaron de la celda. Tenía los ojos tapados. Me dijeron que me agarrara a la ropa de la persona que tenía delante. Comenzamos a andar uno detrás de otro, en fila india, hasta salir del edificio. Yo no llevaba puestos mis zapatos porque mis pies estaban muy hinchados. Me habían dado unas zapatillas de goma varias tallas mayores que la mía. Fuera hacía mucho frío. Era enero y estaba nevando. Podía oír el castañeo de mis dientes. Sin embargo mis pies estaban mejor, porque con el frío dolían menos. Aún así me costaba mucho andar. Al rato nos hicieron parar y nos quitamos el pañuelo de los ojos. Miré alrededor. Era de noche, estábamos en medio de la nada. A mi lado había dos chicos y dos chicas. Nos apuntaban con unas luces muy fuertes. Hamed estaba al mando. Había unos postes de madera y empezaron a atarnos a ellos. De pronto una de las chicas echó a correr. Sonó un disparo y se desplomó en el suelo. Yo estaba desconcertada y no estaba interpretando lo que veía. Todo era muy extraño. ¿Dónde estamos? ¿Qué está pasando? Tengo frío. Me duelen los pies. Una chica corre. Suena un disparo y la chica cae. De pronto, me di cuenta de que la habían disparado y de lo que iba a suceder.

Marina Nemat de vacaciones en los alrededores del mar Caspio en el verano de 1978. Fotografía de su álbum familiar.

Uno de los chicos que estaba junto a mí empezó a recitar el Corán. Ese sonido mezclado con el de mis dientes castañeteando por el frío lo tengo grabado en la cabeza. Todavía hoy, cuando estoy de viaje y oigo los rezos a lo lejos en una mezquita me pongo enferma. No puedo tolerarlo. Sabía que nos iban a matar y para mí fue casi un alivio. Pensé en mi padre, en mi madre y en mi novio Andre. Todo parecía un recuerdo lejano. Solo quería dejar de tener frío y descansar. Y por supuesto no quería que me volvieran a torturar. Si alguien en ese momento me hubiera dado a elegir entre morir o volver a prisión y ser torturada, yo hubiera contestado, sin dudarlo, que prefería morir.

Oímos un coche acercarse a toda velocidad. Alguien salió, era Ali. Le dio un papel a Hamed. Discutieron un momento. Hamed tenía un acento turco muy pronunciado, parecía enfadado. Entonces Ali se acercó a mí y me desató. Me agarró del brazo y me tiró en el asiento del copiloto. Cerró la puerta y arrancó. Yo pensé: “¿Dónde me está llevando este tipo? Van a torturarme otra vez”. Estaba aterrorizada y empecé a golpearle gritándole que me dejase ir. Él me sujetaba con una mano y seguía conduciendo con la otra. Llegamos a la prisión, me metieron en una celda y perdí la consciencia. Al día siguiente me trasladaron al pabellón 246, donde vivían unas 200 chicas. Allí me reencontré con algunas de mis amigas y con ellas pase la mayor parte de mi cautiverio.

Hubo un una temporada en la que había ejecuciones todas las noches y lo podíamos oír. Sabíamos lo que iba a pasar cuando llamaban a alguna compañera. Había gente que se volvía loca. Tuvimos un par de intentos de suicidio y varios ataques de nervios, gente que empezaba gritar o hacía cosas extrañas. Pero en general, lo que sentíamos era una especie de insensibilidad. Cuando había ejecuciones nadie reaccionaba. Todo era silencio y una sensación de resignación general. Y miedo, me imagino, pero en una situación tan extrema como esta todo se amortigua, todo es muy sutil. Porque si dejas traslucir tus sentimientos y dejas que el miedo se apodere de ti, puedes acabar siendo ejecutado tú también. Creo que lo que nos ayudó a sobrevivir fue la rutina diaria. Tanta gente en un sitio tan pequeño requería mucha organización: las duchas, la colada, fregar los platos... Tratábamos de ocupar el tiempo y la cabeza organizando estas tareas. Nos concentrábamos en qué hacer para alargar el rato de la ducha, por ejemplo. También nos entreteníamos hablando de nuestras familias y de lo que habíamos vivido antes. La gente acababa llorando. Era inevitable.

Poco después Ali me hizo llamar y me dijo lo que quería de mí. Me contó que gracias sus contactos había conseguido librarme de la ejecución y que mi condena a muerte había pasado a ser a cadena perpetua. Después se confesó enamorado de mí desde la primera vez que me vio y me dijo que tenía que casarme con él. Si me negaba arrestarían a mis padres y a mi novio. Para entonces yo ya había ha llegado a la conclusión de que en esa realidad todo era posible. Tuve que aceptar. Me convertí al Islam y me casé con mi torturador.

Todo esto me pasó siendo una niña de 16 años. Yo no tenía ni idea de lo que eran las relaciones sexuales. Cuando una compañera me dijo que a las chicas las violaban antes de matarlas por que según el Corán no se podía matar a una virgen, yo aluciné. ¡Ni siquiera sabía lo que era una violación! ¡No tenía ni idea! Había besado a un par de chicos, pero eso era todo. Mi madre era ese tipo mujer anticuada que, por supuesto, jamás me había hablado de sexo. No sabía cómo se fabricaban los bebés. ¡Aprendí tantas cosas en la cárcel! Y muchas de ellas gracias a mis compañeras.

Hubo una temporada en la que había ejecuciones todas las noches y lo podíamos oír. Sabíamos lo que iba a pasar cuando llamaban a alguna compañera. Había gente que se volvía loca. Tuvimos un par de intentos de suicidio y varios ataques de nervios, gente que empezaba gritar o hacía cosas extrañas. Pero en general, lo que sentíamos era una especie de insensibilidad. Cuando había ejecuciones nadie reaccionaba.

Para entonces yo ya había ha llegado a la conclusión de que en esa realidad todo era posible. Tuve que aceptar. Me convertí al Islam y me casé con mi torturador.

La boda se celebró en casa de los padres de Ali. Durante la primera relación sexual, grité todo el tiempo. Ali puso su mano sobre mi boca y me dijo: “No grites o será mucho peor. Si no te resistes, no te dolerá tanto. Así que no grites”. Poco a poco aprendí a no gritar, y aunque me resistí las primeras veces, luego me di cuenta de que la resistencia era inútil. Aprendí a soportar el dolor y a pensar que el sufrimiento se terminaba pronto. Estuvimos en la casa de Ali unos días y luego él me devolvió a Evin. Había conseguido reducir mi condena a una de tres años. Después nos iríamos a vivir fuera de la prisión. Yo no quería volver con las otras chicas y tener que contarles lo que me había ocurrido, así que al principio me metió en una celda individual. Ali venía dos o tres veces por semana, me traía comida y yo ya sabía lo que quería a cambio. Fue horrible. Yo no quería que él fuera mi marido, pero tuve que aceptar. No podía hacer nada para evitarlo. Más adelante volví al pabellón con mis compañeras. Ali seguía llamándome para ‘interrogarme’ varias veces por semana. Si tenía el día libre me sacaba de prisión y me llevaba a su casa. Una vez más fueron mis compañeras las que me dieron fuerzas para soportar y entender lo que me estaba ocurriendo: “Marina, si tú no quieres ser su mujer, esto es violación. Y no es tu culpa, es culpa de esta religión y de ellos. No tuya”.

A los pocos meses me quedé embarazada. Por ese motivo Ali decidió que cambiaría de trabajo cuando yo terminara de cumplir mi pena. Una de las noches en las que Ali me llevaba a casa de sus padres, al salir de cenar nos estaban esperando. Una moto se acercó y nos disparó. Ali me cubrió con su cuerpo y, herido, acabó desplomado sobre mí. Culparon a los muyahidines, pero luego nos enteramos de que fueron sus propios compañeros. Él murió y yo perdí el hijo. Su última voluntad fue que me sacaran de Evin y que volviera con mi familia. Y así fue. El 28 de marzo de 1984 me dejaron libre.

En los dos años, dos meses y trece días que estuve en prisión, vi como desaparecían muchas compañeras, fui torturada, estuve a punto de ser ejecutada, perdí mi religión, mi nombre, me quedé embarazada, perdí el hijo que esperaba y vi como asesinaban a mi marido. Pero si tuviera que decir qué fue lo peor de todo, diría que la vuelta a casa. Ser liberada. Porque hasta ese momento pensaba que al volver a casa todo iba a ser como antes. Mi familia, mis amigos, todo iba a estar ahí. Lo único que tenía que hacer es salir de Evin y caminar hacia la normalidad. Pero cuando regresé, me di cuenta de que la normalidad no existía.

Cuando me soltaron y comencé a andar por la carretera hacia el aparcamiento del parque de atracciones Luna Park donde me esperaba mi familia, coincidí con otra chica que también salía de prisión. Ella estaba de pie, quieta al borde de la carretera y yo pensaba ¿por qué no cruza? Me miró con una mirada vacía. Sería un poco mayor que yo, uno o dos años. Llevaba puesto un chador y aquellas zapatillas de goma. Creo que ella sabía lo que yo todavía no: puedes cruzar la calle e ir al encuentro de los tuyos, pero nunca volverás a casa. Ya nunca podrás escapar de esta realidad. Nunca jamás volverás a sentirte en casa.

Si tuviera que decir qué fue lo peor de todo, diría que la vuelta a casa. (...) Cuando regresé, me di cuenta de que la normalidad no existía.

Y cuando llegué y miré atrás, me di cuenta de que todo lo que de verdad me importaba estaba en Evin. Y de que ahora no solo estaba desconectada de mis compañeras, sino que también lo estaba de mi familia. Me sentía culpable por abandonarlas y además no podía recuperar a los míos, se habían convertido en extraños. Yo era una persona diferente y nadie me preguntaba qué me había pasado. Nadie preguntaba nada. Ni siquiera mi novio. Ahí comenzó mi juego de intentar simular que yo era la de siempre. Me casé con Andre, un tipo fantástico. Seguimos casados después de 33 años, pero la verdad es que entonces no nos conocíamos de nada. Tuvimos dos hijos y nos exiliamos a Canadá, donde ya vivía mi hermano. Al poco tiempo conseguí traer también aquí a mis padres.

Mi madre murió en el año 2000. Después del funeral la familia y los amigos nos reunimos en casa de mi hermano. Yo me había sentado al lado de mi padre. Él estaba desolado, habían estado casados 50 años. De pronto, me miró y me dijo: “Marina, quiero que sepas que tu madre te perdonó antes de morir”. Yo abrí la boca para decir: “¿Qué quieres decir?” Pero lo que salió de ella fue un grito espantoso. No sabía de dónde provenía y no podía pararlo. Había más de cien personas a mi alrededor. Yo gritaba a un volumen brutal. La gente se apartaba de mí. Intentaba pedir ayuda, pero nadie hacía nada. Entonces me levanté, corrí a la calle y allí me desplomé. Una amiga médico me reanimó. Dejé de gritar y pude volver a respirar. Entonces mi marido me metió en el coche con mis hijos y me llevó a casa. Yo esperaba que me preguntara: “¿Qué te ha pasado? ¿Estás bien?” Pero nada. No preguntó nada. Tampoco mi hermano ni mi padre. Nadie llamó.

Me enfadé terriblemente. No podía contener la rabia. Me encerré en el baño y volví a empezar a gritar y a golpearme la cabeza contra la pared lo más fuerte que pude hasta que me desmayé. Cuando me recuperé, la cabeza me dolía terriblemente. Abrí la puerta y ahí estaba mi marido. Me preguntó si estaba bien y yo le dije que sí. Eso fue todo. Ahí fue cuando me di cuenta y empecé a entender. ¡Gracias papá! Me perdonáis por ser una adolescente estúpida que no puede mantener la boca cerrada, que se mete en problemas, la encarcelan y hace sufrir a la familia. Eso era. Alguien por fin se había atrevido a verbalizarlo.

Yo era una persona diferente y nadie me preguntaba qué me había pasado. Nadie preguntaba nada. Ni siquiera mi novio. Ahí comenzó mi juego de intentar simular que yo era la de siempre.

Entonces empecé a pensar en Evin de nuevo. En mis amigas: Sara, Gita y muchas otras. Empecé a tener flashbacks y pesadillas y me di cuenta de que no iba a ser capaz de cargar con esto sola y en silencio. No podía seguir dando la espalda a mi pasado. La máscara se había venido abajo, toda esta simulación había terminado. Empecé a escribir. En 2006 se publicó mi primer libro: Prisionera en Teherán. Desde entonces no he parado de dar conferencias y de escribir. Para que nunca se olvide. Se lo debo a todas las chicas que murieron en Evin.

Hoy sé que tengo estrés postraumático, ‘el asesino silencioso’. Mucha gente lo tiene y no lo sabe. Hasta que murió mi madre yo misma no había tenido ningún síntoma. Es una enfermedad mental que nunca se cura. Funciona de una manera muy curiosa. Puede permanecer dormida mucho tiempo y de pronto aparece. Lo único que puedes hacer, es aprender a vivir con ella. Puedes manejarla de muchas maneras: con medicación, con terapia, escribiendo o caminando al aire libre. Pero no se cura.

Puedo hacer una vida bastante normal, pero la manera en la que proceso mis emociones es diferente. Ante las cosas malas que me pasan, prácticamente nunca lloro. No es que sea valiente, simplemente no siento nada, es muy difícil disgustarme con una mala noticia. Las cosas buenas en cambio me hacen polvo. No sé como gestionar los momentos felices. Tengo una manera muy extraña de lidiar con las emociones. Mi capacidad emocional es muy limitada. Es como si entre yo y el resto del mundo hubiera un vacío. Siempre tengo el extraño sentimiento de que no debería estar aquí en este momento. La vida puede ser maravillosa, pero, simplemente, yo no debería estar aquí. Esto es lo más cerca que puedo estar de explicar cómo me siento.

El primer lector del libro fue mi marido que, aunque ya llevábamos casados 17 años, de lo que había pasado en la cárcel no sabía nada. Nadie lo sabía porque nadie quiso saber. Nadie nunca preguntó. Cuando terminó de leer le pregunté: “¿Me perdonarás por no haberte contado todo esto antes?” Él contestó: “No hay nada que perdonar. ¿Me perdonarás tú a mí?” “¿Por qué?”, repliqué yo. “Por no preguntar”, fue su respuesta.

Marina Nemat en el V Congreso Internacional Contra la Pena de Muerte. Madrid, 2013.