La boda se celebró en casa de los padres de Ali. Durante la primera relación sexual, grité todo el tiempo. Ali puso su mano sobre mi boca y me dijo: “No grites o será mucho peor. Si no te resistes, no te dolerá tanto. Así que no grites”. Poco a poco aprendí a no gritar, y aunque me resistí las primeras veces, luego me di cuenta de que la resistencia era inútil. Aprendí a soportar el dolor y a pensar que el sufrimiento se terminaba pronto. Estuvimos en la casa de Ali unos días y luego él me devolvió a Evin. Había conseguido reducir mi condena a una de tres años. Después nos iríamos a vivir fuera de la prisión. Yo no quería volver con las otras chicas y tener que contarles lo que me había ocurrido, así que al principio me metió en una celda individual. Ali venía dos o tres veces por semana, me traía comida y yo ya sabía lo que quería a cambio. Fue horrible. Yo no quería que él fuera mi marido, pero tuve que aceptar. No podía hacer nada para evitarlo. Más adelante volví al pabellón con mis compañeras. Ali seguía llamándome para ‘interrogarme’ varias veces por semana. Si tenía el día libre me sacaba de prisión y me llevaba a su casa. Una vez más fueron mis compañeras las que me dieron fuerzas para soportar y entender lo que me estaba ocurriendo: “Marina, si tú no quieres ser su mujer, esto es violación. Y no es tu culpa, es culpa de esta religión y de ellos. No tuya”.
A los pocos meses me quedé embarazada. Por ese motivo Ali decidió que cambiaría de trabajo cuando yo terminara de cumplir mi pena. Una de las noches en las que Ali me llevaba a casa de sus padres, al salir de cenar nos estaban esperando. Una moto se acercó y nos disparó. Ali me cubrió con su cuerpo y, herido, acabó desplomado sobre mí. Culparon a los muyahidines, pero luego nos enteramos de que fueron sus propios compañeros. Él murió y yo perdí el hijo. Su última voluntad fue que me sacaran de Evin y que volviera con mi familia. Y así fue. El 28 de marzo de 1984 me dejaron libre.
En los dos años, dos meses y trece días que estuve en prisión, vi como desaparecían muchas compañeras, fui torturada, estuve a punto de ser ejecutada, perdí mi religión, mi nombre, me quedé embarazada, perdí el hijo que esperaba y vi como asesinaban a mi marido. Pero si tuviera que decir qué fue lo peor de todo, diría que la vuelta a casa. Ser liberada. Porque hasta ese momento pensaba que al volver a casa todo iba a ser como antes. Mi familia, mis amigos, todo iba a estar ahí. Lo único que tenía que hacer es salir de Evin y caminar hacia la normalidad. Pero cuando regresé, me di cuenta de que la normalidad no existía.
Cuando me soltaron y comencé a andar por la carretera hacia el aparcamiento del parque de atracciones Luna Park donde me esperaba mi familia, coincidí con otra chica que también salía de prisión. Ella estaba de pie, quieta al borde de la carretera y yo pensaba ¿por qué no cruza? Me miró con una mirada vacía. Sería un poco mayor que yo, uno o dos años. Llevaba puesto un chador y aquellas zapatillas de goma. Creo que ella sabía lo que yo todavía no: puedes cruzar la calle e ir al encuentro de los tuyos, pero nunca volverás a casa. Ya nunca podrás escapar de esta realidad. Nunca jamás volverás a sentirte en casa.
Si tuviera que decir qué fue lo peor de todo, diría que la vuelta a casa. (...) Cuando regresé, me di cuenta de que la normalidad no existía.
Y cuando llegué y miré atrás, me di cuenta de que todo lo que de verdad me importaba estaba en Evin. Y de que ahora no solo estaba desconectada de mis compañeras, sino que también lo estaba de mi familia. Me sentía culpable por abandonarlas y además no podía recuperar a los míos, se habían convertido en extraños. Yo era una persona diferente y nadie me preguntaba qué me había pasado. Nadie preguntaba nada. Ni siquiera mi novio. Ahí comenzó mi juego de intentar simular que yo era la de siempre. Me casé con Andre, un tipo fantástico. Seguimos casados después de 33 años, pero la verdad es que entonces no nos conocíamos de nada. Tuvimos dos hijos y nos exiliamos a Canadá, donde ya vivía mi hermano. Al poco tiempo conseguí traer también aquí a mis padres.
Mi madre murió en el año 2000. Después del funeral la familia y los amigos nos reunimos en casa de mi hermano. Yo me había sentado al lado de mi padre. Él estaba desolado, habían estado casados 50 años. De pronto, me miró y me dijo: “Marina, quiero que sepas que tu madre te perdonó antes de morir”. Yo abrí la boca para decir: “¿Qué quieres decir?” Pero lo que salió de ella fue un grito espantoso. No sabía de dónde provenía y no podía pararlo. Había más de cien personas a mi alrededor. Yo gritaba a un volumen brutal. La gente se apartaba de mí. Intentaba pedir ayuda, pero nadie hacía nada. Entonces me levanté, corrí a la calle y allí me desplomé. Una amiga médico me reanimó. Dejé de gritar y pude volver a respirar. Entonces mi marido me metió en el coche con mis hijos y me llevó a casa. Yo esperaba que me preguntara: “¿Qué te ha pasado? ¿Estás bien?” Pero nada. No preguntó nada. Tampoco mi hermano ni mi padre. Nadie llamó.
Me enfadé terriblemente. No podía contener la rabia. Me encerré en el baño y volví a empezar a gritar y a golpearme la cabeza contra la pared lo más fuerte que pude hasta que me desmayé. Cuando me recuperé, la cabeza me dolía terriblemente. Abrí la puerta y ahí estaba mi marido. Me preguntó si estaba bien y yo le dije que sí. Eso fue todo. Ahí fue cuando me di cuenta y empecé a entender. ¡Gracias papá! Me perdonáis por ser una adolescente estúpida que no puede mantener la boca cerrada, que se mete en problemas, la encarcelan y hace sufrir a la familia. Eso era. Alguien por fin se había atrevido a verbalizarlo.
Yo era una persona diferente y nadie me preguntaba qué me había pasado. Nadie preguntaba nada. Ni siquiera mi novio. Ahí comenzó mi juego de intentar simular que yo era la de siempre.
Entonces empecé a pensar en Evin de nuevo. En mis amigas: Sara, Gita y muchas otras. Empecé a tener flashbacks y pesadillas y me di cuenta de que no iba a ser capaz de cargar con esto sola y en silencio. No podía seguir dando la espalda a mi pasado. La máscara se había venido abajo, toda esta simulación había terminado. Empecé a escribir. En 2006 se publicó mi primer libro: Prisionera en Teherán. Desde entonces no he parado de dar conferencias y de escribir. Para que nunca se olvide. Se lo debo a todas las chicas que murieron en Evin.
Hoy sé que tengo estrés postraumático, ‘el asesino silencioso’. Mucha gente lo tiene y no lo sabe. Hasta que murió mi madre yo misma no había tenido ningún síntoma. Es una enfermedad mental que nunca se cura. Funciona de una manera muy curiosa. Puede permanecer dormida mucho tiempo y de pronto aparece. Lo único que puedes hacer, es aprender a vivir con ella. Puedes manejarla de muchas maneras: con medicación, con terapia, escribiendo o caminando al aire libre. Pero no se cura.
Puedo hacer una vida bastante normal, pero la manera en la que proceso mis emociones es diferente. Ante las cosas malas que me pasan, prácticamente nunca lloro. No es que sea valiente, simplemente no siento nada, es muy difícil disgustarme con una mala noticia. Las cosas buenas en cambio me hacen polvo. No sé como gestionar los momentos felices. Tengo una manera muy extraña de lidiar con las emociones. Mi capacidad emocional es muy limitada. Es como si entre yo y el resto del mundo hubiera un vacío. Siempre tengo el extraño sentimiento de que no debería estar aquí en este momento. La vida puede ser maravillosa, pero, simplemente, yo no debería estar aquí. Esto es lo más cerca que puedo estar de explicar cómo me siento.
El primer lector del libro fue mi marido que, aunque ya llevábamos casados 17 años, de lo que había pasado en la cárcel no sabía nada. Nadie lo sabía porque nadie quiso saber. Nadie nunca preguntó. Cuando terminó de leer le pregunté: “¿Me perdonarás por no haberte contado todo esto antes?” Él contestó: “No hay nada que perdonar. ¿Me perdonarás tú a mí?” “¿Por qué?”, repliqué yo. “Por no preguntar”, fue su respuesta.
Marina Nemat en el V Congreso Internacional Contra la Pena de Muerte. Madrid, 2013.