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Introducción

Clara centella alcemos, que su fulgor avanza
mientras reptamos sucios, famélicos, atroces.
De las cegadas fosas parecen llegar voces.
Todo nos falta menos la esperanza.

Antonio Buero Vallejo
Versos del poema “La Fundación”
Revista El Urogallo, núm. 33
Mayo–junio 1975

A la memoria de todos aquellos que fueron
y serán sometidos a la pena de muerte.
Todos tratados inhumanamente.
Todos injustamente ejecutados.

Cándido Ibar. Su hijo Pablo Ibar fue condenado a muerte en Florida. Siempre se ha declarado inocente. En 2018 llevaba acumulados un total de 24 años de prisión, 16 de ellos en el corredor de la muerte.

¿Quién merece morir?

En su ensayo Reflexiones sobre la guillotina, Albert Camus cuenta una de las pocas anécdotas sobre su padre que su madre le relató. Unos meses antes de irse al frente, del que no volvería jamás, hubo un suceso que conmocionó a la ciudad de Argel. Un hombre asesinó a una familia de agricultores incluidos sus dos hijos pequeños, por lo que fue condenado a muerte. El padre de Camus se sintió especialmente indignado por el horrendo crimen y, como mucha gente, quiso presenciar el castigo de aquel monstruo. Cuando llegó el día de la ejecución, Lucien Camus se despertó antes del amanecer, se vistió silenciosamente y se dirigió a la ciudad. No fue ni el morbo ni la sed de sangre lo que le empujaron a presenciar la ejecución pública, sino la necesidad de ver restablecida la justicia ultrajada.

De lo que vio aquel día -única vez que asistió a una ejecución– nunca habló con nadie. La madre de Camus solo contaba que volvió a casa corriendo, mudo y con el rostro desencajado. Después se tumbó en la cama y, súbitamente, empezó a vomitar. Hasta el final de su vida se negó a hablar de lo que había visto aquel día fatal.

Camus escribió, años después, que cuando la pena máxima, establecida para proteger a la población, provoca la nausea de un hombre recto y sencillo como su padre, resulta difícil creer que esta pena esté destinada a aportar orden y justicia a la sociedad. El vómito de su padre revelaba lo indignante de la guillotina, y como una ejecución, lejos de reparar las ofensas, agrega una nueva a la primera.

Joaquín José Martínez, el español condenado a muerte en Florida que después de pasar tres años y medio en el corredor consiguió demostrar su inocencia y salir en libertad, también creía firmemente en la pena de muerte. Creía en la justicia, y al igual que el padre de Camus, pensaba que la pena capital era justa por que suponía un alivio para la familia de la víctima. En el caso, claro está, de que el ejecutado sea el autor del crimen. En el caso de que este haya tenido una defensa solvente. En el caso de que su capacidad de defensa no se haya visto disminuida por un trato penitenciario degradante o por la desatención de sus enfermedades. En el caso de que quien está llamado a decidir quien merece morir no lo esté haciendo por oscuros intereses. En el caso de que las cosas funcionen de una manera muy distinta a como de verdad funcionan.

Este libro va dirigido a gente que, como Joaquín José creía, piensa que la pena de muerte, si es administrada por un juez, supone hacer justicia. Nada más lejos de la verdad. Cada una de las vidas que aparecen en este libro me han convencido de que no importa lo horrible del crimen cometido, la pena de muerte no imparte justicia sino venganza. Además es racista, clasista, oportunista y, sobre todo, tremendamente inhumana y cruel. Y lejos de procurar más protección a la comunidad, produce un horrendo embrutecimiento de la sociedad.

En cada uno de los países en los que he trabajado me he encontrado con historias similares, independientemente del grado de desarrollo, de la religión mayoritaria o del color político en el poder. En Estados Unidos, una de cada diez personas en el corredor de la muerte es inocente y está condenada erróneamente. Esto es un escándalo de proporciones insoportables. He viajado al país en tres ocasiones para escuchar y fotografiar a los inocentes que después de pasar por un auténtico infierno, están ahora libres y dedican su vida a la lucha por la abolición. A demostrar que, la mayoría de las veces, lo que les llevó al corredor de la muerte no fueron errores sino el propio sistema judicial carcomido por la desidia, la negligencia y la corrupción. Su lucha inspiró la mía.

Todavía hoy Japón padece las tremendas consecuencias que un deficiente sistema policial y judicial conlleva a la hora de administrar la pena máxima. Japón ostenta el terrible récord de ser el país que más años ha tenido encerrado a un hombre, Iwao Hakamada, en espera de ser ejecutado, 48 años. ¿Alguien puede imaginar una tortura más cruel que la de temer que cada amanecer sea el último durante casi 50 años? La debilidad de las pruebas y la retractación pública de uno de los jueces han llevado a que Iwao no sea ejecutado. Pero tampoco exonerado de culpa. Desde 2014 espera en casa de su hermana a que el Tribunal Supremo decida si le concede o no el volver a ser juzgado.

Bielorrusia es el único país europeo que mantiene la pena de muerte. Es también una dictadura en la que no existen jueces independientes, que utiliza la pena capital con fines políticos
y que mantiene los datos sobre las ejecuciones como secreto de Estado. Gracias a Olev Alkaev, el oficial al mando de las ejecuciones entre 2001 y 2006, sabemos hoy que la misma pistola que se usaba para las ejecuciones fue utilizada muy probablemente por el gobierno para eliminar a miembros de la oposición política. Una vez más se revela la imposibilidad de construir un sistema limpio y justo que determine de forma infalible quien merece morir.

Parece impensable que muchos países mantengan esos defectuosos sistemas alrededor de la pena de muerte no por convencimiento o maldad sino por miseria. Por la imposibilidad efectiva de reformar sus obsoletos ordenamientos jurídicos por estricta falta de medios. The Death Penalty Project, una ONG británica que trabaja en el campo del Derecho Penal, es un ejemplo del increíble impacto que la cooperación puede tener en la mejora de este orden de cosas. Partiendo de la altruista defensa de un caso aislado, el caso Kafantayeni, han conseguido que se siente una jurisprudencia que obliga a Malawi a hacer profundas reformas en su Código Penal. Reformas que aún estarían pendientes sino fuera gracias a que la aportación de medios y voluntarios ha abierto el camino a que la profesora Sandra Babcock y su equipo preparen la repetición de los juicios de casi todos los condenados a muerte en Malawi por delitos de homicidio a la luz de la nueva legislación.

Ese impulso por modernizar y humanizar el Derecho Penal y, por añadidura, todo lo que rodea a la pena de muerte, no logra abrirse camino en Irán. Aunque en China es donde más ejecuciones se llevan a cabo, Irán es el país del mundo donde proporcionalmente más probabilidades se tienen de ser ejecutado. Más de 130 delitos se siguen penando con la muerte. Incluso criticar el sistema o defender los derechos humanos se pueden considerar delitos en contra del Islam. Y se pueden pagar con la muerte. Debe de ser por eso que el visado de periodista que, por indicación de varias organizaciones de derechos humanos iraníes, solicité para viajar al país, nunca me fue concedido. Tampoco denegado. Simplemente nunca llegó.

Entonces un iraní que estuvo condenado a muerte por un crimen cometido a los quince años y que después de diez años de cárcel fue perdonado por la familia de la víctima, tuvo la valentía de contarme su historia por vía telefónica desde el propio Irán. Valentía porque se vuelve a jugar la vida haciéndolo. Por eso no puedo publicar su rostro ni ninguna de las fotos familiares que me envió. No puedo revelar su nombre, pero no me cabe duda de que es un excepcional testigo de la violencia policial e institucional, del horror de las cárceles y de las ejecuciones llevadas a cabo en prisión. Abogados defensores de menores que viven ahora exiliados en Canadá me ayudaron a ampliar el retrato de lo que supone intentar defender casos como el de mi anónimo interlocutor o como el de Behnoud Shojaee, vilmente ejecutado en las peores circunstancias que uno pueda imaginar. El retrato no es agradable ni esperanzador. Y si lo completamos con la tétrica historia, también siendo menor, de Marina Nemat, el retablo se vuelve delirante.

Al escribir las historias de este libro me acuerdo de la corresponsal de guerra Lee Miller, que fue la primera en contar el horror del campo de concentración de Dachau nada más ser liberado. Cuando mandó su crónica y sus imágenes a la revista Vogue, en el telegrama adjunto, simplemente escribió: “Les imploro que crean que todo esto es verdad”.

Sofía Moro

Sobre la pena de muerte

La pena de muerte persiste en el mundo porque se alimenta de falsos mitos largamente aceptados, cultivados por políticos oportunistas y apoyados por una opinión pública mal informada.

Existe, en primer lugar, el mito de la disuasión: en respuesta ante la opinión pública frente a los crímenes más graves, los líderes políticos promueven la pena capital como una medida necesaria para disuadir a los posibles delincuentes. Sin embargo, criminólogos y sociólogos han manifestado de forma abrumadora que no existen pruebas de que la pena capital tenga un efecto disuasorio.

En segundo lugar, los partidarios de la pena capital tienen una visión del prójimo sin grises, en blanco y negro. Eres bueno o eres malo. Es el mito de ‘la mala semilla’ compartido por toda clase de culturas y tendencias políticas. Esto explica que la gran mayoría permanezca en calma cuando se producen ejecuciones.
Creemos que los condenados a muerte se encuentran un grado por debajo del resto de la humanidad, que son otra cosa.

Cuando leemos sobre una ejecución en Estados Unidos, en Japón o en Malawi, nos imaginamos, no a un ser humano sino a una bestia patológica e insensible. Además, el hecho de que las ejecuciones tengan lugar fuera de la mirada pública nos permite mantener cierta distancia emocional.

Por último existe el mito de la pena bien merecida: quien la hace, la paga. Los gobiernos retencionistas proclaman que solo aquellos que verdaderamente merecen la pena más grave –los peores entre los peores– son condenados a morir. Esto también es falso. El penalista estadounidense Bryan Stevenson sostiene que es mucho más probable que uno sea condenado a muerte si es inocente y pobre, que si es culpable y rico. E incluso, cuando el acusado es culpable, a menudo se le condena a muerte, no porque sea el asesino más depravado y despreciable, sino porque es pobre, porque no tiene un buen abogado, porque tiene una enfermedad mental o porque es extranjero.

Hay un número incuantificable de gravísimos problemas en el mundo que parecen más dignos de nuestra atención. Miles de niñas y mujeres sufren agresiones sexuales en países como La República Democrática del Congo, en algunas partes del mundo los niños son vendidos como esclavos o como soldados, la epidemia del sida se está cobrando millones de vidas en el tercer mundo… En comparación con estas tragedias la aplicación de la pena de muerte parece casi intrascendente, pero hay un aspecto de la pena capital que la diferencia de otras violaciones de los derechos humanos. A diferencia de la tortura, a diferencia de la violación, a diferencia de la esclavitud, a diferencia de la trata de personas o de las epidemias de salud causadas por la negligencia y la mala gestión, la pena de muerte es el resultado de una política gubernamental deliberada, intencional y premeditada para privar a los seres humanos de su derecho más preciado y fundamental: el derecho a la vida. Es la máxima expresión del control gubernamental y de la represión. Proporciona al Estado una justificación legítima para inyectar a un hombre sano una dosis mortal de veneno; le permite colgarlo de una horca de manera que su cuello se quiebre por la presión; o forzarle a ponerse de rodillas para que un empleado del gobierno
pueda poner una bala en su nuca. Se le confiere el poder más impresionante de todos, el poder absoluto para aniquilar la vida humana. Todos deberíamos sentir pavor a que un gobierno cualquiera tenga la arrogancia de creer que puede determinar, con una certeza infalible si un ser humano merece vivir o morir.

Hay otro aspecto pernicioso de la pena de muerte: la creencia de que algunas personas son tan incapaces de redención que deben ser exterminadas. Esta visión tiene un efecto profundamente corrosivo no solo en el sistema penal sino en la sociedad en general. Es lo contrario a la esperanza. Aniquila la compasión y resulta cínico hasta el extremo. Es pesimista y nihilista. Es la negación de la humanidad.

Mis clientes me ha enseñado que no hay gente perversa. He conocido a inocentes y a culpables condenados a muerte, a abogados, a activistas y a verdugos, también víctimas de este proceso. Ninguno de ellos era un monstruo insensible y cruel. Eran, más bien, gente muy vulnerable que ha crecido con pocas  oportunidades, gente que cometió errores fatales en algún momento de su vida. Creo que todos tenemos capacidad de hacer el bien y todos tenemos capacidad de causar daño. Albert Camus sostuvo que ninguno de nosotros puede hacerse pasar por un juez absoluto y decidir la eliminación definitiva de los peores entre los culpables, porque ninguno de nosotros puede aspirar a la inocencia absoluta. Luchemos contra la pena de muerte, esto hará un mundo más justo y menos cruel para todos los que lo habitamos.

Sandra Babcock

Abogada. Profesora de la Clínica Jurídica de Derechos Humanos en la Facultad de Derecho de la Universidad de Cornell, EEUU y miembro de la Red Internacional de Académicos por la Abolición de la Pena de Muerte.

Coraje y dignidad

Es un honor redactar la introducción a esta oportuna y maravillosa obra que combina el arte visual de la fotografía con las historias de lugares y personas afectadas por la pena de muerte para acentuar la situación de la misma y promover ciertos argumentos. Como antiguo Director General de la UNESCO, he descubierto que el arte y la cultura son medios efectivos, visuales, creativos y a su vez muy poderosos para provocar y difundir el conocimiento de temas sensibles incluyendo la pena de muerte. Partiendo de esta correlación, el 25 de enero de 2018, la Comisión Internacional contra la Pena de Muerte (CIPM o Comisión), de la cual fui Presidente fundador desde 2010 hasta 2017 y donde actualmente ostento el cargo de Presidente Honorario, cooperó en la organización de una mesa redonda titulada Dead Man Walking: culture of violence, death penalty and redemption. La mesa redonda contó con la participación de Sor Helen Prejean y tuvo lugar en el Teatro Real de Madrid en vísperas del estreno de la interpretación en ópera de su libro Dead Man Walking. La combinación entre el arte y la presencia de responsables políticos, supervivientes y activistas resultó ser un gran éxito a la hora de destacar las preocupaciones sobre la pena de muerte.

Me complace introducir este libro de Sofía Moro dado que es la culminación de su gran esfuerzo y creencias. La CIPM y yo hemos tenido la suerte de haber estado involucrados desde su comienzo en este proyecto cuando se acercó a mí con la idea inicial de su libro y yo, como Presidente de la CIPM, envié una carta de recomendación al BBVA en abril de 2016, que gentilmente financió su obra. Me agrada también comentar que este libro recoge las historias de valientes individuos, supervivientes y lugares y el brutal impacto de la pena de muerte en EEUU, Japón, Bielorrusia, Malawi e Irán, que representan a todas las regiones del mundo. En sus capítulos, el libro hace especial hincapié en los casos de gente que fue declarada inocente destacando el miedo a que personas inocentes puedan ser condenadas a muerte y posteriormente ejecutadas. Y se han dado casos. En EEUU, más de 160 personas han sido absueltas, algunas de ellas habiéndose visto enfrentadas a la pena capital durante décadas. En Japón, un hombre fue finalmente absuelto tras una lucha incesante liderada por su hermana que duro tres décadas y media. En Bielorrusia, no se informa a los familiares del momento de la ejecución hasta que este se lleva a cabo, y tampoco son informados de donde fueron enterrados. La pena de muerte erosiona la dignidad humana, es una sanción cruel, inhumana y degradante que se constituye como tortura. La Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea indica claramente en su artículo 2º que “Nadie podrá ser condenado a la pena de muerte ni ejecutado” dado que respeta el derecho a la vida de todas las personas. Curiosamente, el artículo 1 de la Carta recoge la inviolabilidad de la dignidad humana y que deberá ser respetada y protegida, y el artículo 3º hace hincapié en el derecho a la integridad de la persona, incluyendo el derecho a no ser torturado.

Conforme a la experiencia de la CIPM, el liderazgo político es clave para alejar a los países de la pena de muerte. Mis compañeros Comisionados de la CIPM – 21 en total – son todos importantes personalidades incluyendo Expresidentes, Primeros Ministros, Ministros de Gobierno, Altos Funcionarios de la ONU, un Exgobernador de Estado de EEUU, antiguos jueces, y destacados juristas y académicos. Representan a todas las regiones del mundo, demostrando que la abolición de la pena de muerte es una preocupación global y no la causa de una región, sistema político, religión, cultura o tradición en particular. La Comisión encuentra su apoyo en un grupo geográficamente diverso de 19 países y 3 Estados Observadores que están todos comprometidos con la abolición de la pena de muerte. En el curso de nuestro trabajo, nos reunimos o estamos en contacto con líderes de países que llevan a cabo ejecuciones y discutimos con ellos el tema de la pena de muerte y su abolición, destacando la importancia del liderazgo político. Los Comisionados de la CIPM están bien posicionados ya que ellos mismos han liderado a menudo los esfuerzos para la abolición de la pena de muerte
en su Estado o país y en el ámbito internacional. Por lo tanto, el enfoque de la CIPM ha sido compartir experiencias, discutiendo a menudo de manera silenciosa sobre la falta de disuasión de este castigo, y su carácter arbitrario irreversible y discriminatorio que afecta más a menudo a los marginados, pobres e impotentes que cuentan con pocos recursos para defenderse adecuadamente ante los Tribunales. En este momento (2018), más de 21.900 personas están condenadas a la pena de muerte y en 2017 se llevaron a cabo más de 1.600 ejecuciones en 23 países.

Sin embargo, sigue habiendo esperanza ya que 107 Estados han abolido la pena de muerte para todos los crímenes. Según la ONU, 160 Estados la han abolido o no la implementan. Como denuncia este libro en cada una de sus páginas y fotografías, la pena de muerte no tiene cabida en el mundo de hoy. Si hay algo que puede y debe unir a todos los Estados, pese a sus diferencias, ese nexo debería ser el conocimiento compartido de que la pena de muerte está mal y no debería ser tolerada por el mundo civilizado. A día de hoy, ninguna cultura o tradición puede justificar la toma oficial y sistemática de la vida humana. Niega uno de los derechos fundamentales más importantes, el derecho a la vida, y constituye la expresión más brutal de venganza y poder por un Estado. El derecho fundamental a la vida está consagrado en el artículo 3º de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, cuyo 70 aniversario tendrá lugar este año, que claramente indica que “Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”. Es hora de alejarnos de la pena de muerte y este libro representa una voz importante y visualmente rica para este movimiento en la construcción de una narrativa fuerte y a través de una serie de argumentos que destacan el coste humano y el sufrimiento que causa dicha pena y, dentro de este discurso, mediante el descubrimiento de verdaderos héroes y supervivientes que, pese a ser víctimas del sistema inhumano de la pena de muerte, han seguido luchando demostrando su coraje y dignidad humana.

Federico Mayor Zaragoza

Presidente Honorario de la Comisión Internacional contra la Pena de Muerte (CIPM).

La crueldad del ‘merece morir’

En la campaña electoral mexicana del verano de 2018 destacaron dos propuestas. La primera, de un candidato independiente que ya era gobernador de un estado, y que proponía cortar las manos a los corruptos y a los ladrones. La otra, de un partido minoritario, proponía recuperar la pena de muerte para los delitos más graves, a pesar de haber sido abolida constitucionalmente en 2004 y ser de imposible recuperación por efecto de la Convención Americana de Derechos Humanos. Ni el candidato independiente ni el partido minoritario que, para mayor escarnio se llamaba ‘verde’, ganaron nada relevante en votos.

Pero a veces ganan todo. Es el caso del presidente de Filipinas. En la campaña electoral prometió que haría como presidente lo que venía haciendo como alcalde de su ciudad: ordenar a su policía la ejecución ilegal y directa de los traficantes. Es lo que ha realizado desde que es presidente, con miles de asesinatos policiales desde 2015, lo cual ha llegado hasta la Corte Penal Internacional.

Estos atroces políticos afirman que sus víctimas ‘merecen morir’. Pero se trata en realidad de una compulsión morbosa por la venganza y la crueldad, fruto de la ignorancia y de la carencia de empatía por la vida de los demás. Carencia de misericordia, diría el Papa Francisco.

Nadie mejor ni más terriblemente que el filósofo Immanuel Kant ha argumentado sobre ‘el merecimiento de morir’ de los condenados a muerte. Lo hizo en la Europa de 1800. Pero hoy esos argumentos son éticamente insostenibles en la nueva Europa que va desde Lisboa a Vladivostok, que ha abolido legalmente o de facto la pena capital. La excepción es Bielorrusia, en unas circunstancias que bien relata Sofía Moro.

En Estados Unidos la pasión por ejecutar a los que ‘merecen morir’ ha llevado a ejecutar inocentes. Las nuevas tecnologías que han permitido exonerar a centenares de inocentes que se encontraban condenados en el corredor de la muerte de las prisiones americanas han hecho científicamente insostenibles aquellos viejos argumentos de Kant.

Contra el liderazgo de quienes afirman el derecho de matar a los que ‘merecen morir’ se levanta como monumento de denuncia de la crueldad este libro de la extraordinaria fotógrafa y periodista de los derechos humanos Sofía Moro.

Luis Arroyo Zapatero

Presidente de la Société Internationale de Défense Sociale. Fundador de la Red Académica Internacional por la Abolición de la Pena de Muerte. Universidad de Castilla-La Mancha.
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