Oleg Alkaev
Nací en Siberia en 1952. Mi padre era conductor y mi madre enfermera. Un año después nos mudamos a Kazajistán y ahí viví hasta los 40 años. Allí me crié, estudié, me casé y empecé a trabajar. Como todos los niños de mi barrio, crecí en la calle haciendo el gamberro. En la escuela al principio fui buen estudiante, después ya no tanto. Prefería pasar el tiempo con los amigos y a duras penas me gradué. Lo que sí me gustaba mucho era leer. Me aficioné a los libros de aventuras de Julio Verne y a los de detectives de Arthur Conan Doyle.
Después de graduarme tuve que hacer el servicio militar y cuando terminé en 1974 empecé mis estudios en el centro educativo del Ministerio del Interior. Ahí sí saqué buenas notas. Había madurado y entendía que me estaba especializando y que tenía que trabajar duro. Tras graduarme empecé a trabajar como investigador de policía. Al año y medio me ascendieron y pasé casi 20 años siendo jefe de instituciones correccionales. Me encargaba de cárceles y campos de trabajo. Volví a estudiar y me gradué como profesor de Historia en 1986, aunque nunca ejercí de nada parecido.
En el año 1991 me destinaron a Bielorrusia. Llegué en agosto con mi mujer, que era médico militar y al poco me ascendieron a director de las instituciones penitenciarias. Tres años después, en 1994, me nombraron jefe de seguridad y un año más tarde ya era director del campo de trabajo nº 14. En noviembre de 1996, pasé a ser jefe de la prisión de máxima seguridad, el llamado Sizo nº1 de Minsk, donde están encerrados los condenados a muerte y los presos más peligrosos. Nadie me obligó a aceptar el cargo. Me estaban dando un ascenso. Un traslado del campo a la capital, así que lo normal era aceptarlo. Además en los órganos del Ministerio del Interior tampoco es muy corriente rechazar un destino. El cargo conllevaba una responsabilidad secreta: la dirección del grupo de ejecuciones. Era una parte muy importante de mi trabajo. Fui jefe del Sizo nº1 desde 1996 hasta 2001. En esos casi cinco años, fueron ejecutadas unas 150 personas.
El cargo conllevaba una responsabilidad secreta: la dirección del grupo de ejecuciones. Era una parte muy importante de mi trabajo.
Cuando empecé a trabajar en este puesto, las ejecuciones se llevaban a cabo de una manera verdaderamente bárbara. Recuerdo con todo detalle la primera ejecución que presencié. Fue en la noche del 30 al 31 de diciembre de 1996, solo tres semanas después de haber sido nombrado jefe. Dirigieron la operación los veteranos, porque yo no conocía ni los procedimientos ni los lugares ni las costumbres. Todo empezó al anochecer, cuando me informaron de que el grupo especial estaba listo para comenzar la misión. Me subieron a un coche y en unos minutos, una caravana formada por tres vehículos arrancó. Dejamos atrás la ciudad y en un momento determinado, los tres conductores apagaron las luces y en completa oscuridad salieron silenciosamente de la carretera y se adentraron en el bosque por una pista que seguimos hasta llegar a un pequeño claro.
Mis colegas sacaron varias piezas grandes de lona y varias palas. Comprendí que iban a cavar un hoyo. Hacía mucho frío. El equipo comenzó a trabajar. Extendieron cuidadosamente las lonas y fueron poniendo sobre ellas la capa de nieve y de hojas que cubría el suelo y después la tierra que iban sacando. En aproximadamente dos horas y media la fosa estaba lista. Para terminar colocaron unos paneles en las paredes del agujero para evitar que se derrumbaran. Dos personas del grupo se quedaron ahí para vigilar la zona y los demás volvimos a la prisión.
Al llegar, lo primero que hice fue firmar la orden de transferir al convoy a los cinco hombres pendientes de ejecución. En ese momento llegaron al centro el representante del gobierno, el fiscal y el médico. Solo ellos podían ver a los miembros del equipo de ejecuciones. Nos sentamos en una habitación y, a través de un pasaje subterráneo, nos fueron trayendo a los convictos uno por uno. Estaban maniatados a la espalda y vestidos con uniformes de rayas y zapatillas de fieltro. Tiritaban, no se si de frío o de miedo, y sus ojos estaban cargados de un horror tan profundo que me era imposible mirarles. Traté de mantener la calma y mirando hacia abajo con una expresión muy seria hice como si estuviera revisando algunos documentos. Uno por uno, el fiscal confirmó los datos personales de los hombres, les informó de la denegación de clemencia del presidente y me miró. Entendí que tenía que dar algún tipo de orden, pero estaba tan conmocionado que solo fui capaz de murmurar algo en voz baja y señalé al convoy. Afortunadamente, mis colegas conocían muy bien lo que tenían que hacer. Les colocaron sentados en el suelo del vehículo espalda contra espalda y con las piernas bien abiertas, para evitar cualquier intento de resistencia. Los miembros del grupo especial se sentaron en los bancos laterales con las armas listas y el convoy partió.
Llegamos pasada la medianoche. Aparcamos al borde del claro, a unos quince metros del agujero. Al momento sacaron al primer convicto. Yo estaba pasmado al pie de la fosa. Me asomé. Era profunda y se ensanchaba en el fondo. El fiscal y el representante ministerial se quedaron en el automóvil y observaron todo a través de la ventanilla. Uno de los miembros del grupo colocó un lazo de cuerda en el cuello del primer convicto y lo sostuvo con sus manos mientras otro miembro del equipo le amordazaba. Tirando de la cuerda lo llevaron hasta el borde de la fosa y lo tumbaron en el suelo boca abajo. Su cabeza colgaba sobre el agujero. En el momento en el que el ejecutor apuntó el arma contra la nuca del convicto, otro miembro del grupo tiró de la cuerda para levantarle la cabeza, ayudando así al verdugo a apuntar con más precisión. Por un segundo, vi como la luz del disparo recortaba la parte posterior del cráneo en el mismo momento en el que la bala le atravesaba el cuello. Un gran chorro de sangre salió con fuerza hacia arriba. En el silencio de la noche, resonó un terrible gemido y luego todo se calmó.
Tiritaban, no se si de frío o de miedo, y sus ojos estaban cargados de un horror tan profundo que me era imposible mirarles.
Por un segundo, vi como la luz del disparo recortaba la parte posterior del cráneo en el mismo momento en el que la bala le atravesaba el cuello. Un gran chorro de sangre salió con fuerza hacia arriba. En el silencio de la noche, resonó un terrible gemido y luego todo se calmó.
Oleg Alkaev. Fotografía de carnet, unos años antes de ser trasladado a Minsk. Kazajistán, hacia 1985.
El médico se acercó, le tomó el pulso y certificó la muerte. El oficial que sujetaba la cuerda dio un tirón y el cuerpo cayó en la fosa. Rápidamente el procedimiento se repitió con el segundo convicto: el flashazo del disparo, el silbido del arma, el chorro de sangre, el gemido y el chasquido del cuerpo al caer. Así hasta cinco veces. Cuando terminó la ejecución, la fosa se cerró rápidamente con la tierra que había sobre la lona y se cubrió con las hojas y con la nieve. Las huellas de las personas y de los coches también se taparon.
Con el espectáculo de la muerte en mi cabeza, regresamos al centro. Eran aproximadamente las tres de la mañana. El día siguiente era laborable y decidí descansar un poco. Me acosté en el sofá del despacho, apagué la luz y cerré los ojos. Casi de inmediato, vi la imagen de la ejecución como si fuese real. El chorro de sangre me salpicaba la cara abrasándome como agua hirviendo. Abrí los ojos y el sueño desapareció. Entonces escuché un ruido en una esquina de la habitación y pensé que alguien estaba gimiendo. Entendí que estaba teniendo alucinaciones y ya no apagué la luz. Estuve en ese estado durante tres días. Solo después de haber bebido bastante alcohol, pude conciliar el sueño sin luz y sin pesadillas por primera vez. Intencionadamente había elegido trabajar en Año Nuevo, por lo que mi familia no se pudo dar cuenta de los cambios en mi comportamiento.
De todo lo que vi ese primer día, lo que me pareció verdaderamente cruel fue que mientras se ejecutaba a cada uno de los condenados, el resto, que esperaban su turno en el coche, podían perfectamente oír los disparos que acababan con la vida de sus compañeros. En esos instantes perdían la razón, se volvían locos. Era un procedimiento realmente salvaje. Tanto para los condenados como para los empleados del pelotón de fusilamiento. Inmediatamente tomé la decisión de cambiarlo. Aunque fueran presos, aunque estuvieran condenados a morir, nadie tenía derecho a demostrarles tan francamente que les quedaba poco tiempo de vida.
No pude cambiarlo de inmediato, pero seis meses más tarde las ejecuciones dejaron de hacerse en el bosque y empezaron a llevarse a cabo en el interior de un edificio. Una vez ejecutados sí seguían llevándoles al mismo sitio para ser enterrados.
En Bielorrusia, cuando la Corte Suprema confirma una condena de muerte, todos los condenados, como norma, tienen derecho a escribir una última petición de clemencia al presidente del Estado. Es su última mínima posibilidad de evitar la ejecución y todos lo hacen. El presidente revisa los casos de absolutamente todos los condenados y toma la decisión final de concederles o no el perdón. Si la memoria no me falla, desde 1994, que fue el año en el que Lukashenko fue elegido presidente, solo una persona fue perdonada y su sentencia conmutada por 20 años de cárcel. Lukashenko es inmisericorde.
De todo lo que vi ese primer día, lo que me pareció verdaderamente cruel fue que mientras se ejecutaba a cada uno de los condenados, el resto, que esperaban su turno en el coche, podían perfectamente oír los disparos que acababan con la vida de sus compañeros. En esos instantes perdían la razón, se volvían locos.
No pude cambiarlo de inmediato, pero seis meses más tarde las ejecuciones dejaron de hacerse en el bosque y empezaron a llevarse a cabo en el interior de un edificio.