Hacer este libro solo ha sido posible gracias a las personas que han tenido la generosidad y el coraje de contar su historia y dejarse fotografiar. Sé que enfrentarse a recuerdos tan dolorosos requiere valor y supone revivir todo su tormento, por eso quiero dar especialmente las gracias a todos ellos: a Joaquín José Martínez, Ron Keine, Shujaa Graham, Sabrina Butler, Juan Meléndez y a todos los exonerados del corredor de la muerte de la asociación Witness to Innocence. También a Sakae Menda, a Iwao Hakamada, a su hermana Hideko y al juez Norimichi Kumamoto. A Olev Alkaev, que durante seis años estuvo al mando del equipo de ejecuciones en Bielorrusia y a las madres de los ejecutados Andrei Zhuk y Vladislav Kovalev. A los presos en el corredor de la muerte de Malawi y a los que ya consiguieron salir de él. A Sandra Babcock, que me dejó unirme a su equipo como una más. A los abogados iraníes Hussein Raeesi y Mohammad Olyaeifard y muy especialmente a Marina Nemat y a otro menor iraní del que todavía hoy no puedo revelar su nombre. Los dos estuvieron condenados a muerte en Irán y saben que corren riesgos contando su historia aquí. Espero haber conseguido que su esfuerzo merezca la pena y que este libro sea un grano de arena más en la lucha por la abolición universal de esta pena cruel e inhumana y por que los derechos humanos sean principio y fin de cualquier sociedad.
Gracias también a Luis Arroyo Zapatero, director del Instituto de Derecho Penal Europeo e Internacional y miembro fundador de la Red Internacional de Académicos por la Abolición. A Federico Mayor Zaragoza, presidente honorario de la Comisión Internacional Contra la Pena de Muerte y a su directora ejecutiva Asunta Vivó. A Esteban Beltrán, director de la sección española de Amnistía Internacional y a Publio López Mondéjar, Real Académico de Bellas Artes y buen amigo. También gracias muy especiales a Amnistía Internacional España, especialmente a Miguel Ángel Calderón, María del Pozo y Nacho Montanos. También a Rosa Esteban, Carlos de las Heras, Carlos Escaño, Manuel Sobrino y Alma Martín. A El País Semanal y a Álvaro Corcuera con quien empecé este proyecto. A Eduardo Sánchez por su gran ayuda con los textos del libro, también a Ana Cañil y a Pilar Portero. A Alfredo Cáliz y a Jorge Alonso. A Eduardo Nave , a Julio César González y a Alicia Moro. Y a Juan Valbuena que puso su editorial a mi disposición desde el primer día. Y como no, a David de la Torre.
Gracias muy especiales a Phyllis Prentice y a Nancy Vollertsen. También a Leno Rose–Avila, Terry Rumsey y Kurt Rosenberg y en general a todos los miembros y staff de Witness to Innocence. Conocer Witness cambió mi vida y me empujó a trabajar en este proyecto. Gracias también a Andrés Krakenberger, a Guillermo Abril y a Luis Almodóvar. Sin ellos el capítulo americano hubiera sido mucho más difícil. Gracias a Juan Masiá, jesuita del Comité Interreligioso Contra la Pena de Muerte en Japón por su gran ayuda y generosidad, a Sachie Monma y Yumi Matsuda, activistas de la asociación Salvar a Hakamada, a David T. Johnson, profesor de sociología de la Universidad de Hawai en Manoa y editor colaborador de Asia–Pacific Journal y a Tadashi Ando y al sr. Hirota, activistas que me tradujeron las cartas desde la cárcel de Hakamada. A Matilde Valentín–Gamazo y José Luis Moro que me ayudaron a volver a Japón.
Gracias a Mercè Allès, traductora e intérprete en Bielorrusia y en Berlín. A Andrei Paluda y Valentin Stefanovich, activistas de Viasna y a la Comisión Internacional Contra la Pena de Muerte.
A las activistas de Reprieve Zhora Block y Katie Campbell, un ejemplo de como trabajar en temas de derechos humanos con responsabilidad y eficacia. ¡Gracias! Fue para mi realmente inspirador veros trabajar. A Emile Carreau, a la Comisión de Derechos Humanos de Malawi, a la Asociación de Asesores Legales PASI, a Madalyn Wasilczuk, profesora ayudante de Sandra Babcock en la Clínica de Prácticas Jurídicas de la Universidad de Cornell, y a Laurel Hopkins, Thalia Gerzso y Harpreet Ahuja, estudiantes en prácticas de la misma universidad. A Saul Lehrfreund y Parvais Jabbar, directores ejecutivos del Death Penalty Project.
A Hamid Hosseini, que me acompañó durante toda la investigación iraní y fue también mi traductor de farsi, a Raha Bahreini y Madyar Samienejad de Amnistía Internacional, a Hamid Ghassemi y a su mujer Antonella, a los activistas Mahmood Amiry–Moghaddam, de Iran Human Rights, Shadi Sadr, fundadora y directora de Justice for Iran, a Elisabeth Zitrin, a Roya Boroumand, directora ejecutiva de The Abdorrahman Boroumand Center, a Banu Saberi, Reinhard Lamsfuss, Nazanin Armanian, escritora y politóloga iraní, a David Etebari de Stop Child Executions, al periodista Ahmad Rafat y a todos los que me proporcionaron ayuda y contactos: Manuel Martorell, Manolo Espaliú, Elisa Santos, Teresa Iglesias y Miryam Pedrero. A Miguel Moro. A Teresa Moro, a Julie y Joelle Fortier y a sus hijas Morgane y Elie. A Amagoia Langara, una anfitriona maravillosa y a Réplika Teatro que me prestó su sede por unas horas en un momento crucial.